Impunidad/Imputación




No lo conozco. Lo vi sólo una vez, durante una noche. Fue una noche dura, porque apenas unas horas antes yo me había negado a estrenar un espectáculo y me sentía triste y furioso, además de agotado. Apenas hablamos. Lo recuerdo como un hombre serio e inteligente, tímido, tierno, difícil.

Esta mañana lloró de rabia. Han imputado al tipo que intentó treinta y cinco años después de la muerte del dictador aclarar la responsabilidad del estado en esos crímenes. El siente que esa imputación es un insulto a su propia vida, al trabajo realizado durante tantos años. Por supuesto, a él no lo van a imputar -de momento- pero siente que la derrota es profunda y que la reacción social -dada la gravedad del hecho- prácticamente nula.

Treinta y cinco años. Esa es exactamente mi edad. Él hombre del que hablo no es demasiado especial ni extraordinario. Inteligente sí, capacitado, brillante incluso, pero con ese tipo de cualidades que lo convierten en alguien útil a un cuerpo superior. Ha llegado a un lugar de responsabilidad y de supuesto poder, pero se enfrenta diariamente a fuerzas infinitamente superiores. Es un servidor del estado, tenaz y luchador, pero sospecho que no es ningún héroe. Ha desarrollado su carrera dentro del sistema, confiando en el sistema, intentando trabajar para que ese sistema creara unas condiciones más justas, más transparentes. Es ese tipo de personas que construyen los países, que les dan consistencia y rigor. No son genios, sólo grandes profesionales. Hoy se sentía derrotado de una forma demoledora y profunda, retrospectiva y futura.

Yo tengo treinta y cinco años. Viví sólo diez meses durante la dictadura. No tengo ningún recuerdo anterior a 1978. Mi primer recuerdo es un pasillo en penumbra. Huele a humedad. Mi madre está al fondo, en la cocina. Yo he lanzado una pelota. O se me ha escapado. No lo sé, porque eso forma parte de los antecedentes inmediatos de mi recuerdo, no de mi recuerdo. El caso es que veo la pelota de plástico -naranja con grandes lunares rojos y verdes- rodando a lo largo del pasillo. Tengo que ir a por ella. La veo, no la veo, la veo, no la veo. Finalmente la pelota queda en un rincón, en la oscuridad. No veo a mi madre, que debe estar en la cocina trajinando. Tampoco la escucho, pero tengo la absoluta seguridad de que está allí. El conjunto es bastante tonto, y no me explico por qué mi cerebro no es capaz de extraer ninguna imagen que yo sienta como anterior y tenga algún mínimo interés dramático. Quizás alguna de las que considero posteriores sí que lo sea. Me cuesta creerlo. Tengo una profunda sensación de "primera vez" con ese momento. Da igual. En cualquier caso, este es mi primer recuerdo "oficial".

Hoy se ha exteriorizado de forma obscena una batalla:

Por un lado están aquellos que me quieren obligar a que ese primer recuerdo de mi vida -pasillo, pelota, sombras, cocina, madre- sea el primer recuerdo de mi vida. Si esto es así, yo no tengo ningún antecedente. Toda mi cultura es una fantasmagoría dentro de una vida de producción, de cesión de mi tiempo y esfuerzo para conseguir bienes que me permitan continuar ¿adelante? Toda mi cultura sería entonces un marco de referencias, el "contexto" que nos enseñaban en el colegio. Una relación de datos que me ayuden al intercambio verbal-intelectual-comercial a lo largo de mi vida adulta dedicada a la producción. El pasado sería poco más o menos un lubricador de las relaciones sociales, una especie de decorado temporal. Para que ese pasado funcione adecuadamente tendrá que ser interesante, divertido, pintoresco, lleno de curiosidades y misterios, de personajes contradictorios y frágiles, etc... pero sus conflictos nunca -nunca, bajo ningún concepto- llegarán al presente. Ese pasado estará férreamente cauterizado en puntos ciegos narrativos para no poder ser reconocido como parte de una realidad compartida con el presente. Para abreviar, el pasado de los best-sellers históricos. La transición desde ese pasado inofensivo al hoy se hará a través de nociones pop sin ningún sentido profundo, prácticamente abstractas. A esto, en España, lo llamamos "transición democrática".

Por otro lado está la posiblidad de considerar que mis recuerdos, que mis vivencias, son anteriores, porque me identifico con al menos alguna parte de mi cultura, de lo que hubo un antes que yo que fue y que, por lo tanto, es real. El Siglo de Oro, Alejandro Magno, Durruti o la perra Laika, da igual, no serían entonces sólo referencias, sino antecedentes míos, espejos, partes de mí. De algún modo yo habría estado allí -donde quiera que sea-, y ese primer recuerdo -pasillo, pelota, sombras, cocina, madre- no sería el primero, porque yo habría vivido antes a través de otros y, al mismo tiempo, otros vivirían ahora a través de mí.

La impunidad ímplica el salto entre esas dos concepciones de la cultura, del pasado y del presente. No puede existir cultura si para poder mirar el pasado lo desarmamos moralmente, y si cada uno de nosotros no es más que una pieza del engranaje económico sin más antecedentes que nuestros puntos de arranque cerebrales. Si eso es así no existe ningún tipo de pertenencia, y la propia ley es un fraude. No me refiero a esta ley o a aquella, me refiero a la propia noción de ley, a la propia noción de relación o negociación. Si triunfa la impunidad la violancia pasada se hace presente, y el que se quede quieto es, simplemente, un esclavo que vive dentro de un best-seller.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Mateo, de Armando Discépolo

Una estación de amor, de Horacio Quiroga

El joyero, de Ricardo Piglia