El joyero, de Ricardo Piglia
Es el primer cuento de la reedición de 2006 de La invasión, la primera o una de las primeras, no sé, publicaciones de cuentos reunidos del autor. Es un cuento con un tema clásico: el joyero solitario, que a diferencia del llanero, vive su soledad con angustia y tristeza, y en lugar de hacerlo en campos abiertos e infinitos, lo hace en un cubil, sumergido a través de su lupa en las aristas y planos del tallado de piedras. A mí me hace pensar en Roberto Arlt y en Spinoza, y en la extraña visión del mundo de esas comunidades de joyeros silentes y disciplinados a lo largo de la historia. En este caso, es un hombre que entre los desórdenes producidos por la benzedrina sueña con poder pasar unos días con su hija. Es un cuento con pesadillas repetitivas, con obsesiones, con desconocimiento, con paranoias anfetamínicas. El joyero protagonista, el Chino, parece un personaje de Phillip K. Dick, uno de esos desangelados hijos americanos de Kafka. El cuento es incómodo de leer, porque provoca la angustia del autodesconocimiento y de una forma diluida y evidente de inminencia catastrófica. Es un cuento violento y peligroso, arrítmico, con una prosa artificialmente pausada y neutral, que cuenta la parte de la historia que no es argumentalmente interesante, y que se interrumpe en el primer giro evidentemente efectivo. Es un cuento sobre los preparativos. Un cuento de preparativos, de expectativas, de abismo en el futuro inmediato. El cierre del cuento me lleva inevitablemente a pensar en esa madre, Blanca, recién despierta, observando entre incrédula y petrificada por el espanto cómo la cama de Mimi, de su niña, está vacía. Cada paso, cada susurro de la escena cumbre, es un gesto en el vacío de la pesadilla. Es un cuento de terror y de amor. Un cuento familiar desde un punto de vista cruel y terrible. Muy bueno. Buenísimo.
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