Desde el balcón

Vivo en un tercer piso, junto a la Avenida de Córdoba de Buenos Aires. Es un piso chico, un "monoambiente", con la cocina aparte. Es luminoso y cómodo. Un buen lugar para vivir. Desde mi ventana puedo ver los tejados de las pequeñas edificaciones de un piso que rodean mi bloque. Veo los patios, los árboles de una finca más amplia dos o tres cuadras hacia el oeste, y los balcones de mis vecinos. Suena música a través de las ventanas. Cada casa emite géneros diferentes: cumbia, pop, tangos, heavy metal, folclore argentino... El caer de la tarde es hermoso desde mi balcón. Está dirigido al noroeste, y recibe de plano el ancho atardecer, que ilumina con sus últimos rayos mi cama. Se pone el sol con lentitud en Argentina. En los días claros brillan las uralitas metálicas de los tejados, y deslumbran con sus destellos. Los días umbrosos, como el de hoy, ofrecen una extraña luz, chata y difusa. La humedad del aire desvía los rayos, y se crea una atmósfera eléctrica y pesada. Esos días cansan y encabronan. Todo es difícil con un noventa por ciento de humedad. El sopor te agarra y la sensación es rara, porque tú sabes que no hace excesivo calor, pero lo percibes en tu piel y en la transpiración constante. 
              Un edificio está a medio terminar hacia el norte, a unos doscientos metros. Es de más de diez plantas, de construcción sólida, llamativo. Hacia esa dirección se conjugan las medianeras con avisos y publicidades varias. Uno de ellos me recuerda todos los días que "Aquí abajo está Plaza Vea, y aún más abajo están los precios". Esas medianeras tienen ángulos de visión infinitos, y sus grandes letras se te cruzan en la mirada cuando vas en el colectivo, a mucha distancia de ese lugar, o desde tu propio balcón, o al doblar una calle de Palermo. La desigual combinatoria de los edificios hace que esas medianeras decoradas aparezca en tu mirada en cualquier momento, desde cualquier lugar. Las fugas de la mirada en Buenos Aires están llenas de detalles, de recortes, de imprecisiones misteriosas. La sensación es la misma que esos cuentos de cartón móvil que les gustan tanto a los niños, y que sistemáticamente destrozan al tirar con excesiva violencia de las siempre demasiado frágiles pestañas móviles de cartulina o papel. El skyline de Buenos Aires está lleno de paradojas, de recovecos, de equívocos. Desde los balcones de los pisos altos las líneas de edificios se multiplican hasta el infinito, y es un espectáculo de detalle y variación inagotables. A mí me gusta abandonar la mirada por ese recorrido caótico de alturas y desniveles que ofrece el no-horizonte porteño. 


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