El origen, según los mayas






Charla con un amigo sobre la extrañeza de nuestras ideas sobre el tiempo, sobre las nociones de pasado, presente y futuro. La extravagancia occidental empieza por la propia concepción del devenir, y de la situación del ser humano en relación al conjunto. De todas las culturas, la occidental es especialmente original y extraña en este sentido. Produce cierto vértigo repasar e intentar comprender cualquiera de las otras formas de explicar la formación y el devenir del Universo.  Mi amigo me habla de los mayas, y me recomienda que investigue un poquito sobre ello, porque son especialmente imaginativos y audaces.

Los mayas pensaban que el mundo se está destruyendo y construyendo constantemente, en una fluctuación general, en un gran todo simultáneo. La energía creativa y la destructora se superponen, y juegan sus respectivos papeles al mismo tiempo.

En ese contexto el hombre ocupa un lugar central, pues ha de ayudar a movilizar el cosmos, alimentando a los dioses y cumpliendo los rituales, que son acciones que literalmente producen la existencia, la generan.


Existe, sin embargo, un mito cosmogónico entre los mayas: es el de los quichés. Este es un pueblo que da nombre a una provincia de Guatemala, El Quiché, y que continúa vivo y practicando sus costumbres. Son más de dos millones de personas, y siguen hablando su lengua. Sus ideas religiosas están recogidas en el Popol Vuh, que es algo así como "El libro de la Comunidad", y que equivale a la biblia quiché. Contiene un conjunto de mitos que ha llegado a nuestros días. A partir de la llegada de los españoles fue transcrito, pero hasta entonces sobrevivió a través de la tradición oral sacerdotal, que sí se acompañaba de dibujos para el relato. A partir de mitad del siglo XIX es conocido por los antropólogos europeos. La primera edición es de 1722, aunque basada en manuscritos de la primera mitad del XVI, cuando se produjo la casi total eliminación del pueblo Quiché a manos de los conquistadores españoles.

El mito cosmogónico recogido en el Popor Vuh cuenta cómo hubo un tiempo en el que los dioses creadores -Padre y Madre- decidieron la creación del ser humano. La identificación de esos dioses primigenios cambia mucho con cada grupo y a lo largo de la historia maya, pero casi siempre sobrevuela la figura de Gucumatz, la "Serpiente Quetzal", que llega hasta los aztecas.

Los dioses creadores crean a través de la palabra. La tierra se levanta desde el fondo del mar, y sobre ella emergen todos los seres. Los dioses quieren ser reconocidos y venerados. Para lograrlo van creando diferentes seres parecidos al hombre actual, como los hombres de barro, que fueron un fiasco -porque no fueron capaces de reconocer a los dioses- y fueron masacrados por un diluvio. Más tarde probaron con los hombres de madera, pero terminaron siendo convertidos en monos, dado que tampoco eran competentes como adoradores. Finalmente esa especie de monos herederos de los hombres de madera fueron extinguidos por un diluvio de lava ardiente. Es muy inquietante y potente esa introducción del motivo del ciclón y del volcán en el relato, para darles un sentido mitológico a fenómenos presentes y posibles.

Finalmente los dioses encontraron la fórmula maestra, compuesta por el maíz, la sangre de la serpiente y la sangre del tapir. Ese ser es el hombre actual, que finalmente resultó óptimo para el papel de fiel adorador que los dioses le tenían reservado. Ese ser tenía que entender que él sustenta a los dioses, a través de sus acciones y sus ritos. Era algo así como si los dioses buscasen un relevamiento en su función generatriz y quisieran ser sustituidos por el hombre, que pasaría a alimentarlos a ellos e, indirectamente, a trabajar para que la realidad no se disolviese en el acto. La "materia prima" con la que están compuestos los hombres tiene, así, una procedencia divina: maíz, sangre de serpiente y sangre de tapir.

La relación resultante de ese "trato" inicial se resume en que dioses y hombres se necesitan mutuamente. Sin hombres no hay dioses, porque dejarían de ofrecer energía a través de los rituales, los dioses morirían y la realidad se consumiría sobre sí misma. Esa visión de la inminente implosión del cosmos ante la deslealtad va más allá de cualquier otro mito de "castigo", como el del Antiguo Testamento. El hombre, alejado de los dioses, sería castigado de una forma absoluta, con la rotundidad metafísica del cese de existencia del conjunto. Ese "peligro", esa angustia, es maravillosamente descrito por Juan José Saer en el final de El Entenado, en el que el narrador carga sobre sí la responsabilidad de la existencia de su tribu aniquilada cincuenta años antes. La presencia del recuerdo de sus "hermanos" -una forma de entender el relato como un rito religioso, ¿acaso hay otra?- es lo único que garantiza su existencia y, difusamente, la existencia del Mundo. La novela que tenemos en las manos se transforma en un instrumento de generación de sentido, en un antídoto frente a la entropía amenazante, en un artefacto de magia en ejercicio.

El hombre alimenta a los dioses con diversas sustancias sutiles: humo de copal, aroma de flores, olores de frutos y alimentos cocinados, pero principalmente, con la energía sagrada que los dioses emplearon para crearlo, su propia sangre, donde reside el espíritu o energía vital. Así, en los mitos cosmogónicos se explica también el sacrificio humano y se da su justificación.

Según el mito del Popol Vuh, en épocas cósmicas anteriores aparecieron soles que, como los hombres de barro y de madera, eran falsos. El de la segunda edad fue destruido por dos héroes que se transformaron en el Sol y la Luna de la última edad: Hunahpú (Sol diurno) e Ixbalanqué (Sol nocturno o Luna).

Con la aparición del Sol y la Luna verdaderos culminó la creación del mundo. El movimiento del Sol, dio lugar al tiempo "histórico", se inició cuando los hombres ofrecieron a los dioses sacrificios humanos para alimentarlos. Los movimientos de los astros son una muestra -una "demostración"- de la regularidad de los ciclos divinos.

En cuanto a la estructura del cosmos, lo veían dividido en tres ámbitos dispuestos en sentido vertical:

1) el cielo, dividido en trece estratos

2) la tierra, imaginada como una plancha cuadrangular

3) el inframundo, conformado por nueve niveles

El cielo se subdivide en trece niveles horizontales y se imaginó como una pirámide escalonada, que se asienta en el nivel terrestre. Me resulta especialmente interesante el uso del trece en esta división. Es un número primo, que se contrapone al doce de los misterios indoeuropeos. La razón de su uso por los mayas está en que se trataba de un calendario lunar. Trece lunas de veintiocho días dan lugar a 364 días. El día 365 era un día especial para ellos, porque tenía esa cualidad de número añadido, extraño, fuera de la norma. Muchas pirámides tenían trece niveles por esta razón. Se llama triscaidecafobia a la fobia por el trece. La cultura judeocristiana es triscaidecafobica en grado sumo, empezando por el "dorsal" de Judas. Existe también la manía inversa, la de aquellos obsesionados con el número trece, que son llamados triscaidecafificos.

Los mayas imaginaron la tierra como una plancha plana cuadrangular, dividida en cuatro sectores o regiones, también cuadrangulares. Las cuatro regiones correspondían a las cuatro "casas" del Sol. Dos en el Este y dos en el Oeste, puntos intercardinales que representaban los extremos que el Sol alcanzaba sobre el horizonte durante el año, los cuales correspondán a los equinoccios y los solsticios.

Cada región tenía como símbolos un color, una ceiba (enorme árbol con el tronco muy recto con una gran fronda horizontal) con un ave posada sobre ella, un tipo de maíz, un tipo de frijol y diversos animales. Las ceibas sostenían el cielo al lado de dioses con forma humana o animal llamados Bacabes, que también fungían como ordenadores del mundo. Tanto ceibas como pájaros eran del color de la región: negro para el oeste, blanco para el norte, rojo para el este y amarillo para el sur.

Otros dos puntos esenciales en la cosmología maya son: el más alto en el centro del cielo, el cenit, y el más bajo en el centro del inframundo, el nadir. Estos dos puntos eran los dos extremos del eje vertical del mundo, por lo que el centro de la tierra, por donde pasa el eje, era el centro del universo, la quinta dirección, el punto de unión entre el cielo, la tierra y el inframundo. Para los mayas el inframundo constaba de nueve niveles, concebidos como una pirámide invertida, símbolo de caverna, vientre de la gran madre tierra.

La imagen del universo maya es un romboedro. En la numerología queda trece relacionado con el cielo y el nueve con el infierno. El estrato más bajo de ese infierno se llama "Xibalbá", que significa el "lugar de los que se desvanecen". Aparece, de nuevo, esa preocupación con la evanescencia de la vida. Lo efímero, lo fútil, el dejarse ir... es como si hubieran tenido que construir todo un sistema de creencias para imponerse a la naturaleza cambiante de la serva centroamericana.

Otra imagen simbólica del nivel terrestre fue un cocodrilo o lagarto que flotaba sobre el agua y sobre cuyo dorso crecía la vegetación. El inframundo era el vientre de ese monstruo, por lo que además de ser el sitio de la muerte, contenía semillas de nueva vida. Esta imagen me fascina desde niño, y me parece increíble encontrarla aquí. Me golpeó con mucha fuerza al ver las islas flotantes del Paraná. Me recordó a un cuento infantil o novela, y no era capaz de localizarla. Encontré la leyenda de San Borondón, que cuenta la historia de un hombre que llegó a una isla en mitad del Atlántico allá por el siglo V, y al cabo de poco tiempo la isla se puso en movimiento. Es la visión del camalote en el Paraná. Es una imagen delicada y hermosa de la Humanidad: un pequeño islote desprendido de una orilla del río que vaga por las aguas hasta quedar barada en algún otro meandro. Está ese elemento de fragilidad y provisionalidad angustiante de toda la visión.

Las cuatro regiones celestes y las infraterrestres, eran los cuatro lados de las pirámides, que compartían los colores de la tierra. En las cuatro regiones celestes se ubicaban los Itzamnáes o Dragones, que eran la cuadruplicación del dios supremo; además de cuatro Chaques, o dioses de la lluvia y cuatro Pahuahtunes, deidades de los vientos.

En el inframundo hay cuatro caminos, de los cuales el negro conduce directamente al Xibalbá. El símbolo maya más importante del eje del universo es una gran ceiba verde, la "Gran Madre Ceiba", que atraviesa los tres niveles cósmicos: sus raíces se hunden en el inframundo y su fronda penetra en los cielos. Es por ello el punto donde se fusionan el espacio y el tiempo. Sobre ella se posa el pájaro verde-azul o quetzal, con cabezas de serpiente en las alas, símbolo del dragón, dios supremo.

Por la idea maya de que sin la acción ritual del hombre los dioses morirían y, con ellos, el universo entero, la vida humana estaba dedicada principalmente al servicio de los dioses. Cada ciudad maya tenía en el centro su ámbito ceremonial, donde se llevaban a cabo los grandes ritos comunitarios.

Uno de los principales ritos, que realizaban los propios gobernantes, fue el juego de pelota, que simbolizó la lucha de contrarios cósmicos que hacían posible la existencia. A veces esos contrarios eran el Sol y la Luna, o sea, las fuerzas diurnas y las fuerzas nocturnas; otras, la lucha de los dioses del inframundo, que representan la muerte, contra los dioses astrales de la vida. Pero el juego siempre estaba relacionado con los astros y con la guerra sagrada, por su sentido de oposición de contrarios.

El juego se acompañaba de procesiones y ceremonias de decapitación de algún prisionero o esclavo. La cabeza simbolizaba al astro, a la pelota, y en ceremonias de fertilidad, a la mazorca de maíz. El rito del juego de pelota, que imitaba el movimiento de los astros en el cielo, tuvo un sentido de magia simpática, ya que al realizarlo, se propiciaba mágicamente dicho movimiento y, con él, la continuidad de la vida.

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