Yo estoy vivo y vosotros muertos, de Emmanuel Carrère

Terminé comprando este libro porque no podía hacer otra cosa. Y merece la pena.

Es un género extraño: novela biográfica. Me hace pensar en el Fouché. El suelo de verosimilitud se mueve todo el tiempo, como si Carrère estuviera haciendo un homenaje al propio Phillip, a su naturaleza de Gran Rata que cambia, a su antojo y en cualquier momento, las reglas del Monopoly o de la terapia psiquiátrica en la que está inmerso. El punto de vista es una broma. Una gran farsa. Ubik.

A partir de esa gran premisa, la farsa, la descomposición, Carrère construye su Phill. Es un saboteador. Al test de Turing -que únicamente exige verosimilitud de humanidad-, él le añade la Caritas cristiana, la empatía. Eso supone introducir una variable de forma gratuita. Y la introduce para escribir Blade Runner. Y funciona. Corromper las normas. No negarlas. Corromperlas. Dick no replica. Dick no discute. La discusión puede ser peligrosa para su supervivencia.

Turing publicó el test en un ensayo de 1950.​ La pregunta era: "¿Existirán computadoras digitales imaginables que tengan un buen desempeño en el juego de imitación?". Es decir, ya desde el origen, el problema de la cibernética es la imitación. El replicante está servido en el test de Turing, porque no es una pregunta que busca respuesta ontológica, sino fenomenológica. Es una situación, una apariencia. Con los años la pregunta se ha ido sofisticando, y hoy en día convivimos con una versión inversa del test, que es el sistema CAPTCHA de ingreso en webs. De hecho, CAPTCHA significa Completely Automated Public Turing test to tell Computers and Humans Apart (prueba de Turing completamente automática y pública para diferenciar ordenadores de humanos). Con lo cual, la pregunta original se convierte en "¿existirá un humano lo suficientemente listo como para manifestarse como tal metiendo estos caracteres deformados o pulsando sobre los putos semáforos?". 

Similitud entre robot y esquizoide. ¿Es el cuerpo el módulo de supervivencia de mis genes? Jung y la economía de los sentimientos y los pensamientos. Esa especie de relación inversa que nos condiciona y modifica, que nos caracteriza y nos sitúa más o menos cerca de la línea de la locura. Es decir, teóricamente, el pensamiento esquizofrénico y el cibernético se parecerían en su ausencia de empatía y, por tanto, en sus características psicopáticas. Sin embargo, la realidad de la novela -y de muchos cuentos de Dick-, es que las máquinas tienen sentimientos más humanos -entendiendo por humanos la existencia de empatía y caridad, es decir, "bondad"- que los propios seres humanos. Bien es cierto que la reflexión sobre la cibernética surge durante la guerra fría, en la que se infunde el pensamiento consistente en que el éxito económico de la URSS, -que hasta finales de los sesenta se tenía por seguro-, no podía esconder la presunta "deshumanización" del sistema socialista. Es decir, la propaganda capitalista asumía su derrota como proveedora de bienestar a las masas, pero reivindicaba su "humanidad" en términos cualitativos. Es decir, mejor morir de hambre en un país libre que disfrutar de la papilla estatal de una tiranía. El argumento llegó a ser usado en el bloque socialista cuando todo estaba ya perdido, paradójicamente. De hecho, es el pensamiento que subyace al "patria o muerte" cubano. La libertad por encima del ensueño del bienestar. En la caracterización del robot está lo infernal inconsciente y, por tanto, el fascismo y el comunismo. De hecho, una forma habitual de describir a los ciudadanos mejor adaptados de ambos sistemas ha sido esa: "son robots". Esa deshumanización del fanático se perpetúa en la visión de la China de Mao y, actualmente, de los norcoreanos o los iraníes cuando defienden sus respectivos sistemas políticos o formas de vida. De igual modo, los mediterráneos solemos hacer la misma simplificación al referirnos a nórdicos y centroeuropeos. La metáfora del robot nos sobrevuela desde hace cien años y lo hace, en ocasiones, de formas misteriosas e impredecibles.

El horror de Lovecraft, que Dick leyó en la infancia, vuelve a través del abismo del androide que sospecha que efectivamente lo es. Y en la novela de Dick el androide atraviesa ese horror, y lo supera, y se reconcilia con su "condición". Es el mito máximo del liberalismo post-Berkeley. Es el abismo de la prostituta en el barrio rojo. Sabe que su condición es la de una autómata en una sociedad que la ha convertido en un droide sexual, provisional, a la espera de que droides reales la sustituyan pronto. Lo curioso e inquietante es que Descartes ideó sus ideas sobre el dualismo y la incapacidad de los autómatas para sentir como seres humanos en esas mismas calles. Así, habría que trazar la línea que une a Rick Deckart y a René Descartes. Lo de que Deckart fuera androide estaba cantado desde que Turing escribió el test. La relación de esa visión fenomenológica, carente de esencia, de ontología, con la homosexualidad e, incluso, con la transexualidad o algún tipo de disforia, y lo droide y lo cibernético, me parece un temazo. De hecho, novelas contemporáneas de Ficción científica lo han hecho, como El globo de oro, aunque en clave cómica. En cualquier caso, ¿por qué todo el mundo quiere que Rick Deckard sea replicante? ¿Por qué nos sentimos más listos?

Cuando trata el problema del género de Ciencia Ficción al final de los años sesenta Carrère describe la situación tal y como lo hizo Lem en su maravilloso artículo. La Ciencia Ficción era un género mortecino porque sus autores habían perdido totalmente la conexión con la realidad, lo cual no tiene nada ver con el estilo o las estrategias estéticas o narrativas o de representación o performance. Simplemente se había convertido en un género solipsista, que se miraba al ombligo repitiendo los lugares comunes de la Guerra Fría de tiempos de la Caza de Brujas. Y Dick ofrecía una salida. Hacia el interior y también hacia el exterior. De forma simultánea y rabiosamente paradójica. Quizás eso es la genialidad. Romper los nudos imposibles y ver en la oscuridad porque miras al centro de tu propia noche.

Episodio curioso el de Lennon llamando por teléfono a Dick después de leer Los tres estigmas de Palmer Erdritch y justo antes de grabar Sargent Pepper's. Igualmente curioso es que Ursula K. Leguine y Dick fueron al mismo instituto. Él era un año mayor que ella. Sin embargo, ella no le recuerda. Bueno, ni ella ni nadie del instituto que haya hablado públicamente. La foto de K. Dick no aparece en ningún anuario. No hay notas, ni sanciones, ni nada. Era un fantasma adolescente con la complicidad, da la impresión, de su madre; y la nula preocupación de la dirección de un centro de más de 5.700 alumnos. Una salvajada.

Me encanta al concepto de "espléndido perdedor". Alguien que atrae todas las definiciones de la herejía, de "lo otro", y que hace de ello un estar, una forma de ser. El mundo está lleno de espléndidos perdedores, de perdedores fastuosos, profesionales, cuidados y alimentados como gordos gatos de Angora, como imponentes bestias con afilados -e inofensivos- colmillos.

Es curioso cómo sobrevuelan durante los años 60 la homosexualidad, las drogas alucinógenas y el suicidio sobre la clase media blanca estadounidense. La revolución blanda se los llevó por delante a muchos de ellos, e hizo que muchos otros miraran con horror que sus inclinaciones y percepciones chocaban de forma violentísima con la estrecha vía que la América de postguerra había previsto para sus hijos. Fue un choque que se extendería por el mundo en sucesivas olas de desencanto, y que a España llegó a finales de los setenta.

K. Dick se veía a si mismo condenado a creer en Dios. La alternativa era el internamiento, y eso no le hacía mucha gracia. La religión era una pura y simple estrategia de alguien muy inteligente. Nada más. Y nada menos. Su paranoia se mostró cuando encargó un archivador de varios metros de alto, ignífugo. Pesaba trescientos kilos, y ocupaba una pared. Se hizo una hernia ayudando a los transportistas. Dice Carrère que sintió el giro del destino, la malacara de Dios, la oscuridad que acechaba, su Altamont particular. Había pecado. Había querido conservar. Había buscado el modo de que un número determinado de cosas permaneciera junto a él.

Es divertido cómo Carrère desenmascara a Dick como el resultado de sus desastrosos matrimonios, arruinados por su carácter de mierda. Lo que no menciona Carrère es el brutal machismo de Dick, su incapacidad profunda para ver en sus mujeres -a las que siempre terminaba llamando locas- a compañeras. Siempre las veía como némesis mortales, como enemigas aterradoras, estraterrestres. Es muy probable que Dick se viera a si mismo como a un homosexual reprimido.

El tema del replicante es el tema de lo parecido. No es el tema de lo igual, sino de aquello que es casi igual sin llegar a serlo. En esa pequeñísima distancia cabe un abismo. Y en ese abismo se sumergen todos los lectores de novela realista, miniaturas ferroviarias y pintura decimonónica. Es una estética del silenciamiento, de la alienación, de la reacción. En el realismo socialista el régimen estalinista pretendió hundir la memoria de una revolución emancipadora y la purga horrenda de sus protagonistas. En la pintura exacta y perfecta de las praderas y los bisontes el realismo americano quiso esconder la pavorosa consciencia de un genocidio cuyos testigos habitan, desde entonces, en los espíritus de los herederos de los verdugos, en un poltergeist que se reproduce una y otra vez en cualquier lugar del mundo, de Afganistán a Costa de Marfil. Además, en el tema de lo parecido habita el tema de la suplantación. Siempre ahí el mismo que es otro. Otro que soy yo. Lo otro que es lo mismo pero sutilmente diferente, producto del ruido de la mitosis, de la imperfecta repetición que afecta a todo simulacro.




Comentarios

Entradas populares de este blog

Mateo, de Armando Discépolo

Una estación de amor, de Horacio Quiroga

El joyero, de Ricardo Piglia