Una pequeña historia egipcia


Se inició el cinco de febrero del año 1166 anterior a nuestra era, por aquel entonces conocido como décimo día de la estación de Pa en Mejer, en el décimo octavo año del reinado del faraón Ramsés III, encarnación de Horus, hijo de Ra, divino guía de los Tres Reinos, y portador de otro medio centenar de títulos que lo elevaban, a ojos de sus súbditos, a la categoría de ente inapelable y divino.

Fueron ciento veinte trabajadores, de los más diversos oficios, desde albañiles a canteros, pintores, tallistas de relieves o escultores, ocupados todos ellos en la construcción de tumbas en Deir el Medina, en la ribera occidental del Nilo, y dependientes, por tanto, del Estado.

En los últimos tiempos se acumulaban problemas graves que todo el mundo percibía: inflación, escasez, guerras múltiples e incomprensibles, corrupción y esclerosis burocrática.
 
Los obreros llevaban más de veinte días sin recibir sus salarios porque el gobernador de Tebas oriental y sus seguidores habían interceptado el envío. Entonces, sin que se sepa cómo llegaron a esa decisión, pararon. Así. Ni más ni menos. Pararon. Se negaron a seguir, enfrentándose a todo lo que habían conocido, a sus creencias, a sus miedos más profundos. Pararon. Rompieron el velo. Desobedecieron. Imaginaron que era posible. Y lo hicieron.

Del papiro que refiere los hechos, conservado en el museo de Turín, y de los fragmentos inscritos de cerámica conservados en el museo de El Cairo y Berlín, se desprende que reclamaron su salario, que consistía, según las ocasiones, en pan, agua potable, cerveza, dátiles, verduras, vestido, calzado, útiles domésticos, y, en fiestas excepcionales, pescado o carne. La entrega se había retrasado veinte días.
Parece ser que esa primera vez la situación se solucionó relativamente rápido. Apareció la comida y la bebida, y se volvió al trabajo.

Cuatro meses después volvieron a la andadas. La entrega de alimentos se retrasó de nuevo. Esta vez dieciocho días. Los obreros acudieron al viejo templo de Tutmosis III, desde donde se dirigían los trabajos. Se sentaron en la explanada frente a la puerta sagrada, y presentaron elocuentemente su solicitud: «Tenemos hambre. Han pasado dieciocho días de este mes. Hemos venido aquí empujados por el hambre y por la sed. No tenemos vestidos, ni aceite, ni pescado, ni legumbres. Escriban esto al Faraón, nuestro buen señor, y al Visir, nuestro jefe. ¡Que nos den nuestro sustento!».

Como no obtuvieron respuesta, al segundo día invadieron el recinto sagrado que rodeaba el templo de Ramsés II, y provocaron la huida de sus guardianes, policía y sacerdotes.
 
El relato histórico documentado termina ahí. No sabemos si a la pequeña rebelión de los ciento veinte trabajadores de Deir el Medina sucedió una victoria y la entrega de lo reclamado, o si el Estado egipcio reprimió con mayor o menor ferocidad a aquellos ciento veinte obreros desesperados. Lo que sí sabemos es que a partir de ese momento aumentaron las profanaciones de tumbas y que, apenas quince años después, se organizaron huelgas masivas de obreros en el Valle de los Reyes, que se repitieron durante los cien años siguientes, hasta el reinado de Ramsés XI (1099 a 1069).

Algunos niegan que estos hechos fueron verdaderas huelgas, pero por el contenido de los escritos no hay dudas, pues se dieron las características propias de la huelga, tal y como la entendemos hoy día: a) Paralización organizada, colectiva y, en un principio, indefinida, de la actividad; b) Traslado a los responsbles de una plataforma reivindicativa: la reclamación de salarios, en este caso en especie; c) Acciones de apoyo a la huelga: sentadas y ocupación de locales, en este caso, los recintos sagrados; d) Enfrentamiento directo con las autoridades civiles y militares.

Cuando sucedieron estos acontecimientos faltaban más de cuatrocientos años para que Roma fuera fabulada, y más de seiscientos para que Pericles engañara a los atenienses, y más de mil para que César se suicidara por persona interpuesta. No hay estirpe más antigua, ni más noble, ni con más razones para el orgullo, que aquella que conecta con esos ciento veinte artistas que un día hicieron huir a sacerdotes y mercenarios de los recintos que sólo tenían de sagrado la belleza sutil del trabajo bien hecho. No hay más libertad que la que disfrutaron durante las horas, semanas o años que transcurrieron hasta que ellos o sus hijos fueron de nuevo derrotados. El resto es concesión, migaja, vergüenza, la mazamorra de los esclavos y los cerdos. Y celebraciones de restauraciones monárquicas.


Fuentes:

La huelga, el asociacionismo sindical y el lockout en países desarrollados, Miquel Porret Gelabert

http://www.egiptomania.com/historia/huelga.htm


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