Puertas abiertas, de Leonardo Sciascia
Caminamos entre las cajas de ladrillo y chapa. Huele a queroseno y basura. Niños. Muchos niños. Las calles son aperturas caóticas entre la acumulación atosigante de paredes y rejas. Algunos muros están enfoscados y pintados de blanco o rojo. La mayoría permanecen a ladrillo visto. Sobre nuestras cabezas los cables de la luz, sujetos donde se puede, trazan una irregular maraña entre el cielo y la mirada. Pienso en las piezas de costura para arreglar que mi madre acumulaba en casa. Antes de coserlas definitivamente rondaban por el comedor con los pespuntes provisionales. Así es este lugar. Una ciudad pespuntada, a la espera de que la máquina finalice el trabajo. Ha llovido el día anterior. Una de esas tormentas apocalípticas del verano. Hay barro por todas partes. Hemos formado una comitiva llamativa. Demasiado, evidentemente. La periodista habla con las madres, que se van acercando por turnos, dependiendo de a qué asociación pertenecen. Hay una feroz competencia entre las diferentes agrupaciones que aspiran a captar fondos del gobierno. Cualquier presencia externa es una posibilidad de reivindicación, de visibilidad. Nos enseñan un taller de costura en el que hacen uniformes para escuelas infantiles. Han conseguido que les compren varias máquinas de coser. Hay dos mujeres trabajando. Dos chicos jóvenes clasifican y empaquetan los camisones azulados. Los introducen en cajas y las acumulan en un patio trasero del pequeño galpón. Desde fuera es indistinguible del resto de casas precarias. Sólo hay una pequeña placa a la puerta, en la que se menciona la ayuda del Gobierno Nacional: las dos máquinas de coser. Caminamos, rodeados de madres, la periodista y yo, y unos pasos más atrás, el fotógrafo. Un grupo de niños le observan mientras caminamos, y se ríen a su alrededor. Ha llegado a la ciudad con un grupo de rock de fama internacional. Le llevan por todo el mundo para que documente la gira y, posteriormente, poder hacer un nuevo DVD, un nuevo libro-disco, y emitir más material audiovisual en torno a la gloriosa carrera del grupo. Mientras hace eso, el fotógrafo aprovecha la estancia en las ciudadaes del sur para fotografiar y documentar las "zonas precarias". Es japonés. Tiene un flequillo cortado en diagonal y viste de forma elegante y con un toque astronáutico. Me pide que les pregunte por las rejas. Hay rejas por todas partes. Pintadas de verde, en la mayoría de los casos. Le pregunto a la periodista si le parece bien que haga la pregunta. Ella tuerce el gesto, pero me da el visto bueno. "Hay robos", me responden. "Y asaltos a las muchachas". Las casas se alquilan y realquilan. Los emigrantes ilegales no paran de llegar, y este lugar está cerca del centro. Son viviendas cotizadas. El tránsito es intenso. Hay mucho desconocido. Hay poca confianza. Y, claro, hay rejas. De vez en cuando, los grupos de chicos adolescentes que nos acomañan y guían paran en una calle más ancha. Hay varias de esas estrechas avenidas por las que puede atravesar un automóvil. Son muy importantes para el conjunto: cuando es necesario que venga una ambulancia, esas son las vías por las que pueden entrar. Esas avenidas, además, marcan el cambio de territorio, de barrio, dentro del conjunto. Esperamos. Un par de chicos cruzan y hablan con otro grupo. Parecen discutir. Los que nos guían llevan puesta una camiseta blanca, con la inscripción de una asociación. Los otros no, simplemente son los que controlan el barrio que empieza al otro lado de la calle. Nos miran. Se ríen, entre curiosos y despreciativos. Finalmente nos autorizan a continuar y cruzar al otro lado. Se apartan a ambos lados del callejón estrecho por el que continuamos nuestra visita. Se ríen cuando pasamos. Fuman marihuana. En algunos se aprecia la mirada febril del pegamento y el paco. Son niños. Trece, catorce, no más de dieciséis. A los diecisiete ya eres un hombre y tienes familia. Dentro o fuera de aquí. A esas alturas muchos ya no están, ni aquí ni en ninguna parte. El fotógrafo me habla. Está nervioso, por debajo de su apariencia inalterable. Me doy cuenta de que he conocido a tres japoneses en toda mi vida, y que siempre tardo en aprender a distinguir sus estados de ánio. "Siempre me pasa", me dice. "Es por el equipo. Llevo encima años de salario de cualquier de estas familias. Sólo en objetivos, en esta bolsa, hay miles de dólares. Es normal que se lo piensen. Pero sólo me han robado una vez, en Filipinas. Y después de me lo devolvieron todo a cambio de cien dólares." Me cuenta que el peor momento fue en Johannesburgo, cuando le mordió un perro con rabia. Tuvo que quedarse sólo allí tres semanas, y reincorporarse a la gira más tarde. Me cuenta que no siempre hay rejas. Depende de los países, de las zonas. Se incorpora la periodista a la conversacion. Desde que hemos entrado hace un par de horas apenas nos hemos dirigido la palabra. Se supone que yo soy el traductor del japonés, pero los distintos grupos nos han ido hablando y preguntando. Nos sentimos avergonzados por lo atentos que están siendo. Les importa mucho que saquemos una visión correcta de lo que nos rodea. "Yo vengo de una ciudad pequeña, al norte de Japón. Vivía allí con mi madre hasta los dieciocho. La primera vez que cerré una puerta con llave fue en Tokio, cuando fui a estudiar. Y, en realidad, tampoco era necesario. En Japón se vive con las puertas abiertas".
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Estoy en Aci Castello. Hay una fortaleza normanda que se asoma al Mediterráneo. Un puesto de control para prevenir la entrada de piratas y enemigos. En la plaza del pueblo, un antiguo edificio tiene una inscripción casi despintada. Es un párrafo de un discurso de Mussolinni. La letra es sencilla y limpia. El lugar es paradisíaco. El mar azul rompe contra las rocas. Los chicos del pueblo juegan al waterpolo en el puerto.
Para Sciascia, los silencios son tan importantes como las palabras. Puertas abiertas habla de los silencios durante el fascismo italiano. Esa política de puertas abiertas se refería a la seguridad, y sirvió para reinstaurar la pena de muerte en 1925, después de cuarenta años. Se puso en práctica, sobre todo, en condenas por delitos políticos. Los jueces ordinarios sentían escrúpulos para llevarla a la práctica. En Sicilia, al mismo tiempo, se produce una corriente popular que permite vislumbrar mucho de la finura y el talento de sus habitantes. Se creó una especie de cofradía no oficial por las almas de los decapitados, en referencia a los ajusticiados. Esas almas fueron ascendiendo en la cultura popular al rango de las almas del purgatorio y los mártires. Es decir, el pueblo de Sicilia equipara a los ajusticiados a los mártires, entendiendo, en toda su profundidad, que el estado representa los intereses de Satanás en el mundo. Sciascia ama este tipo de giros de la cultura popular siciliana, capaz de convivir con las mayores atrocidades sin perder dignidad, sentido del humor y un entendimiento sarcástico y siniestro del ser humano.
Al final de la novela aparece un nuevo diálogo, simétrico al inicial, en el que aparece el principio del poder de la justicia ejercido sobre la base de la propia capacidad material de llevar a cabo el acto. Es decir, de nuevo, el poder que se justifica en su propia capacidad para imponerse. El fascismo en estado puro. De nuevo los tiempos de silencio, los tiempos de la rendición. Sciascia recreaba cada verano esta melodía de la rendición y el heroísmo discreto. Se encarga de introducir a Giacomo Matteotti, uno de los antifascistas más destacados. Fue secuestrado y asesinado por órden de Mussolini. Una foto suya juega el papel de supersigno en la novela, como un elemento inculpatorio. Su muerte simboliza las muertes de los que vendrían después, no en nombre del antifascismo, según el personaje protagonista, sino en nombre del derecho. Matteoti pertenecía a la misma generación que Manuel Martínez Pedroso. Una generación de juristas republicanos socialistas que pagaron caro su antifascismo.
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