Fue una visita con la imaginación. Lo hacíamos a menudo. Queríamos hacerlo en un vagón de tren. Pararía en los lugares, y la gente iría a verlo. El Quijote. Había muchos fragmentos literales. Había mucho silencio. Era una obra extraña. Misteriosa. Había un documental sobre Alonso Quijano. Un hombre de bien. Un imbécil. Un loco. Un patético viejo verde. Un homosexual reprimido. Un viejo olvidadizo. Un hombre a medio hacer. Un niño incapaz de crecer. El hombre al revés, la ficción aspirante a la realidad. Como en El hombre en el castillo, quijotada. Había tantos puntos de vista... Cualquiera puede hablar. Los objetos, los animales, el libro, la ficción, las palabras rebeldes, los silencios hartos de que los dejen crecer por Castilla como mamíferos gigantes sin miedos. Había una rueda de prensa. Rocinante opina. Malavida. Poca comida. Poco placer. Demasiado tiempo perdido. Cervantes, cómo no, hilo conductor. Pero Cervantes ya está muerto antes de empezar a escribir el Quijote. El Quijote es la obra de un muerto, escrita desde la tumba de un imperio esquizofrénico. Hay secuencias autónomas. El puto cabaret. Muerte al cabaret. Odio el cambalache. Pero ahí estaba, otra vez, anunciando futuras crueldades, futuros sinsabores. El pastel de carne sabe a cenizas. Estamos dentro de un cuadro del Bosco. Estamos en el principio de las heridas. Y creían avanzar hacia algo. Avanzar hacia la nada. Hay filtros, hay ironías infantiles para escapar de uno mismo, de la propia solemnidad. Sin éxito. La ironía solemne. El ritual de la ironía. Cenizas en el río. Muerte anunciada. Manoteo en las arenas movedizas. No hay género. Se supone que nos sostiene la textura. No hay tal textura, porque la realidad siempre estuvo rasgada. Cuando Herodoto se creía a un comerciante fenicio que le vendía la moto del origen de las especies, estaba creando nuestra cultura, estaba escribiendo el Quijote. La historia de un gran fraude. La historia estúpida de una caverna engañosa. Imágenes de legitimación. Cervantes pelea. Cervantes pierde. Cervantes llora y ríe. Hay canciones. Y Sancho ofrece un prólogo. Un prólogo de gordo. Un prólogo cansado. Está Rashomon y la interpretación de los puntos de vista contradictorios. Está todo eso y más. Y no hay nada. Hay cinco actores. Hay miles de objetos y personajes. Hay derrota de la encarnación. No se consuma la convocatoria. El demonio no viene. No le apetece. No es asunto suyo. Muérete, Quijano. Sólo. Estás loco. Nadie va a venir a darte la razón. La panda de tarados que te rodean están mucho peor que tú. Lo que digan no sirve. Estás solo, Quijano.
Mateo, de Armando Discépolo
El grotesco argentino es un género continuador del sainete criollo, al que completa y supera. Lo que eran historias eminentemente cómicas se vuelven más dramáticas e interiores; los personajes se hacen más complejos, incorporando el naturalismo europeo, y la configuración del lenguaje y del espectáculo se hace más ambiciosa. En ese ámbito se desarrolla el trabajo de Armando Discépolo. Mateo es una obra que reúne muchos de los elementos del genéro, y es uno de sus clásicos. Toca los temas preferidos del autor: un sistema económico condenatorio, la unidad familiar amenazada, la oposición entre juventud y senectud, modernidad y tradición, moralidad y éxito exterior, autenticidad y acomodamiento social, debilidad y poder... Su lectura nos conecta con referencias posteriores de sobra conocidas, como El ladrón de bicicletas o La muerte de un viajante . La inspiración está en las novelas de Zola, en el melodrama italiano, en el sainete criollo mencionado, en Pirandel...
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