Ciudadanos subte

           

En el subte de Buenos Aires hay niños. Muchos. No son usuarios. Viven allí, con sus familias, o solos. Mejor dicho, son usuarios del subte en un sentido más amplio del que podamos imaginar los demás. A veces venden pequeños objetos. Son despiertos y sus miradas brillantes se clavan en los pasajeros mientras silenciosamente dejan al pasar encendedores o bolígrafos. Uno o dos minutos después vuelven a pasar frente a ti para recogerlo o recibir el dinero que tú estás dispuesto a darles. A veces piden, simplemente. Suelen ser más de uno, con sus madres, y algún bebé. Son mayoritariamente mestizos, pequeños, mal nutridos. Niños de la calle.
          Cualquier pensamiento o mensaje político o económico emitido en el mundo los tiene a ellos presentes en primer término. El trato que se le da a los niños y a los viejos marca el grado de civilización de un pueblo. Al mismo tiempo, el mejor modo de mantener controlados por el terror a un gran número de ciudadanos que, de otro modo, podrían presentar problemas, es hacerles saber que existen esos niños, y que no están demasiado lejos. Muchas veces, después de tener un choque de este tipo, he escuchado gilipolleces de diverso cariz sobre el precio de la nafta, del champú, de los viajes en avión o de cualquier cosa.  La clase media silenciosa y reaccionaria furiosa por sus propias dificultades. Es repugnante. Cuando hay niños en la calle, mal nutridos, sin vestido, sin seguridad y, obviamente, sin escuela ni sanidad, todos los demás problemas de todos los demás son inexistentes.
            Hace unos días una amiga me contó una historia terrible y divertida. Entraron dos pequeñajos al vagón. Uno de ellos, de siete u ocho años, hacía malabares con pelotitas. Mientras ejercitaba su habilidad uno más pequeño, de seis o así, hacía la presentación del "show". Todos los vendedores y mendigos del subte tienen preparada una presentación. La hacen cientos de veces al cabo del día. Gran parte del éxito de su trabajo consiste en que esa presentación llegue al corazón del viajero. Recuerdo cuando ensayaba la Opera de Tres Peniques. Brecht habla mucho de esas retahílas que los pedigüeños ejercitan en las calles, y las estudia y admira como una forma de teatralidad popular, como dramaturgia de la supervivencia, en el que el objetivo, el mensaje, la retórica del conjunto, no es un problema estético, sino una cuestión de supervivencia.  Klaus Kinski cuenta su infancia en Berlín en los mismo términos, como una inacabable película de acción, miedo y tristeza. Gran parte de la sabiduría del teatrero es detectar los principios de necesidad previos y simultáneos a la expresión. Si vives en un parque temático difícilmente vas a entender al ser humano.
           Volviendo a la historia del subte, cuando el malabarista terminó, el más pequeño -el "orador"- extendió rápidamente a su alrededor la mano, mientras su compañero se alejaba al fondo del vagón para recoger parte de los donativos. Cuando tuvo los dos pesos entre los dedos, se giró a mi amiga y le susurró al oído: "si le pide, no le diga nada, dígale que no tiene". A mi amiga no le dio tiempo a decir nada más. Vino el otro, que había recibido la recaudación en la otra parte del vagón, y ambos salieron, para seguir todo el día ejerciendo su empresa compartida.
            Básicamente esos niños representan en su ingenuidad, en su debilidad, en su escasez y en su traición cotidiana, el estado de ánimo al que el capitalismo contemporáneo lleva a sus poblaciones. Estos días, de viaje en Madrid, veo a niños como esos. En el conjunto de opulencia  miedosa que es estos días España resultan doblemente impactantes. Pero sospecho que, en el fondo, hay una profunda lógica en su presencia. Hay millones de niños de la calle en miles de ciudades del mundo. Igualmente hay viejos hambrientos a los que después de vidas de trabajo y disciplica el sistema no les ha guardado una mínima oportunidad de vivir con dignidad. Y ese fenómeno es planetario. Cuando montamos en avión y cruzamos un mar, lo único que hacemos es saltar entre una y otra isla de renta similar a la nuestra, en la que la supuesta competencia y supervivencia de los más aptos nos convierte a todos, cada uno a su nivel, en uno de esos niños. Esos niños no son sólo la muestra exacerbada de un problema, son una representación de todos los demás súbditos del capital. Igual que ellos, vendemos cualquier cosa a cambio de lo que nos den, y respetamos todas las normas que un ente lo suficientemente poderoso sea capaz de hacer cumplir. El resto será cuestión de plata.
           En conjunto es todo demasiado estúpido y cruel para que pueda durar. La naturaleza humana no tiene nada que ver con esto. Por eso cambiará. Y todos lo vamos a ver, y nos va a costar entender cómo pudimos vivir en esta barbarie. Nuestros nietos -el que los llegue a tener- nos mirarán sin comprender bien cómo podíamos salir de casa, montar en ese subte y llegar al lugar de trabajo para quejarnos de que es imposible vivir en esa ciudad, con ese calor.

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