Anteo y Sertorio
Anteo, el gigante,
el escondido en Irasa,
más allá del Estrecho,
en el ancho Océano.
Anteo el cruel, que prometió
construir
un templo a Poseidón
hecho de cráneos humanos.
Anteo el invencible, pues,
aunque lo derrotaran,
al tocar la tierra Gea
le daba fuerzas de nuevo.
Anteo, fundador de Tingis,
muerto a manos de Hércules,
que lo enterró bajo la Torre
del fin del mundo.
Tres veces lo tumbó Hércules
en vano.
Cada vez que caía más fuerte
volvía Anteo a levantarse.
Al final, en alto lo mantuvo,
y en alto lo ahogó.
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Plutarco señaló, una vez
más,
cómo el agua del tiempo
corre una y diversa,
repetida en iguales circunstancias,
en la búdica repetición que
nos espera,
inmensa y cruel.
Se repiten los nombres.
Se repiten los caballos.
Se repiten las troyas.
Cuenta Plutarco cómo Sertorio,
tras luchar con Cimbros y
Teutones,
tras cruzar el Ródano
impedido por su coraza,
tras, disfrazado, internarse
entre los galos,
llegó a Hispania,
donde asesinó a los
naturales,
que se rebelaron en Cazlona,
que sería Linares,
que será nada.
Y perdió un ojo.
Y luchó en guerra civiles.
Y ejerció la crueldad.
Y perdió Roma.
Y, de nuevo, huyó a Hispania,
hasta donde le persiguió el
ejército de Sila,
y, desde Cartago Nova,
corrido por bárbaros y
piratas,
cruzó el Estrecho gaditano,
y llegó a las Afortunadas,
de vientos suaves y pueblo
descansado,
donde sus enemigos,
le dieron por muerto en vida.
Sertorio, sociópata entre
sociópatas,
guerrero y romanizador,
volvió a la batalla contra
Sila,
y tomó Tánger,
y alli quiso desenterrar a
Anteo.
Y lo hizo.
Y encontró el cadáver de un
gigante
de sesenta codos, que será,
pico más pico menos,
veintiséis metros y medio. O
sin medio.
Horrorizado ante su
blasfemia,
Sertorio volvió a cubrir el
cuerpo de Anteo,
no sin antes sacrificar las
víctimas correspondientes,
por piedad y, por qué no
decirlo, por placer de sociópata.
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