La realidad oculta, de Brian Green

Vértigo. Ideas deslumbrantes, inquietantes, paradógicas. Las cuerdas, el multiuniverso, el universo mosaico. Nada que se parezca a lo que sentimos, a la intuición. Trabajan con otra forma de intuición, más sofisticada, más elaborada. La idea de causalidad se difumina ya al principio del siglo XX. Cuando aparece la física cuántica, se establece como prioridad la sustitución de la causalidad newtoniana por la probabilidad cuántica. Las cosas son lo que son, y son otras al mismo tiempo, y podrían ser otras más. El sentido se abre. Reaparece la polisemia del objeto, una idea familiar en las teorías mágicas de todas las tradiciones, pero que el racionalismo había, aparentemente, zanjado. El inicio de este gran jaleo lo provoca Einstein, quien inmediatamente se aferró de nuevo a la idea de la realidad objetiva. A mí me resulta elocuente el intercambio -o supuesto intercambio- entre Einstein y su amigo y colaborador Bohr. Einstein expresó su oposición a la incertidumbre cuántico con la frase "Dios no juega a los dados", a lo que Bohr contestó: "Einstein, deje de decirle a Dios lo que debe hacer con sus dados". Hay una deliciosa dimensión en la frase de Bohr: no es sólo la petición de apertura conceptual del otro, sino una sutil pero contundente denuncia del autoritarismo subyacente en la exposición de Einstein, el mismo autoritarismo conceptual que el propio Einstein tuvo que sufrir y vencer durante sus años de trabajo en soledad y sombra.
           Esta idea de la probabilidad cuántica, representada en la paradoja del gato de Srödinger, que está vivo y muerto, en igualdad de condiciones, en el interior de una caja, no es asimilable para los que no tenemos conocimientos de física. Pero como todas las grandes ideas, trasciende su ámbito de nacimiento. En realidad es un nuevo paradigma de pensamiento que lo inunda todo, y que nos deja desnudos ante nuestro miedo, y que al mismo tiempo abre las puertas de un nuevo mundo, más complejo, más rico, más espiritual, más amplio. La renuncia a la causalidad estricta es una necesidad imperiosa para un mundo sumergido en las consecuencias del positivismo del siglo XIX, que ha devenido en el desastre humanitario y medioambiental en el que vivimos. Esa causalidad positivista era, además, una fachada legitimadora de innumerables atentados a la razón y a la emoción más primaria y cotidiana. La causalidad positivista es la madre intelectual de multitud de mecanismos siniestros emitidos por Europa y su extensión atlántica durante los últimos siglos: la razón de estado, la obediencia debida, el progreso ininterrumpido, la superioridad moral de los que contaban con superioridad militar o económica, la reducción de la Naturaleza a su papel funcional a la acumulación de capital, el execrable y falaz darwinismo social, el colonialismo, etc... La noción de causa, extraída de la filosofía y de la ciencia básica, y extrapolada sin ningún rigor a todos los dominios de la vida, ha creado el monstruo que nos está devorando desde hace tanto tiempo. Stephen Jay Gould escribió que las dos nociones más difíciles de comprender para un occidental contemporáneo son la probabilidad y la emergencia, que en cierto modo son lo mismo. Sin embargo, todas las culturas tradicionales, toman como punto de partida ambos conceptos: la providencia y el milagro, con sus contracaras de la mala suerte y la desgracia. Esa vibración, esa inconsistencia de la vida bajo las culturas tradicionales es lo que limitó su desarrollo y justificó -y justifica- tantas atrocidades como las resultantes de la causalidad positivista. Sin embargo, históricamente es fácil contemplar que sus efectos sobre el conjunto, sobre el todo, eran infinitamente más sostenibles que ahora. Es decir, el problema no es sólo la barbarie, sino el alcance de su ejercicio. El problema, desde el punto de vista planetario, es que todo totalitarismo tiende al imperialismo. Pero lo increíble es que esto mismo lo escribió Heródoto hace dos mil quinientos años, en relación al imperio persa. Cuando sólo se mide la potencia de la acción, nada parará el movimiento. Y cuando argumentamos que "sólo es cuestión de avances tecnológicos y globalización", nos seguimos engañando. Es un problema más íntimo, más sencillo, más inalcanzable, porque está a una distancia tan corta y paradógica que nuestros instrumentos mentales no nos permiten analizarlo en toda su amplitud, porque su amplitud es nuestra amplitud, porque el problema está en nosotros, y nos han enseñado a ser curados "desde fuera", y, sobre todo, nos han enseñado a ser "curados", asumiendo que la enfermedad es parte inevitable de la vida. Y lo es. O no. 
             Escribo esto en medio de un aquelarre de culpabilidad. Vivimos sumergidos en una dramaturgia de la culpabilización. Lo que hace cuatro años era hedonismo consumista se ha vuelto acusación calvinista. Desconcertante, sí. Pero más desconcertante aún es la respuesta a esa culpabilización, que está deviniendo en la adoración del verdugo. Compruebo diariamente que el ejercicio de la autoridad en abstracto, como una sustancia pura, da siempre resultado. El vaciamiento de autoestima es de tal dimensión que adoptar una postura de autoridad tranquila genera sumisión en la casi totalidad de las personas. Y esto es nuevo y viejo a la vez. Europa ha vuelto a sufrir una nueva rebelión de las élites, como tantas otras veces. Pero esa rebelión, al contrario de las rebeliones populares, sólo son posibles si hace un lavado colectivo de cerebro, y para eso hay que haber debilitado suficientemente los cerebros previamente. La reforma laboral, la eliminación de derechos, el alineamiento con la mafia internacional, la crueldad cotidiana, etc... se generaron en los centros comerciales de hace diez años. Tengo un recuerdo vivívisimo de esto. Hace casi diez años fui a actuar a un pueblo de Madrid, donde hay una pista de sky artificial y un inmenso centro comercial. El teatro estaba al lado. Hacíamos una función de introducción a la ópera para adolescentes. No éramos la Scala, pero era divertido. Fueron doce chicos y chicas con sus padres. Cuatrocientas ochenta y ocho butacas vacías. Los teatros vacíos a mí me provocan mucha angustia. Me fascina mirarlos, pero me dan miedo. Al salir, la función era a media tarde, entramos en el centro comercial. Había miles de padres con sus hijos, comprando. Muchos de esos chavales están ahora militando en organizaciones o intentando subvertir lo que pueden, y sus padres están estupefactos ante la incapacidad de la sociedad para reaccionar ante esta avalancha de fascismo económico y político. Pero fueron ellos los que decidieron ir al centro comercial. Nosotros estábamos allí, a diez pasos, en el teatro. Estaba bien publicitado. El trabajo era bueno. Estaba todo bien. Pero no vinieron. No trajeron a sus hijos. Y esos chavales están aprendiendo por su cuenta. Y están preparando un nuevo movimiento pendular, con vocación ahistórica y peculiar incultura. Seguiremos todos juntos, luchando contra el fascismo, pero habría que recordar y preguntarnos qué coño hacíamos en un centro comercial cuando tuvimos la primera oportunidad de luchar por la libertad en casi un siglo. Habrá primavera. Habrá fuego. Aprenderemos en nuestra piel. La única manera. Y no hay condena, no hay efectos inevitables, no hay destino. Y volveremos a olvidar. O no.
           

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