Las nubes, de Juan José Saer

Frenético. Frenitis. Pulso alto. Alta fiebre. Taquicardia. Violencia. El doctor Weiss funda el primer hospital psiquiátrico de Argentina, en 1804. Argentina aún no existe. El hospital psiquiátrico se adelanta. 

Comparación de un loco con un río. Reconducirlo es como cambiar el curso de las aguas, arduo y cansador. El loco para los normales es obstinado o mentiroso. Comparación entre un psiquiatra y un ingeniero. A principios del XIX era buena la comparación. La psique es una arquitectura. Modificarla entraña conocimientos precisos y técnicos. Y aún así, está presente el caos. Puiggrós: la relación dialéctica entre racionalidad e irracionalidad en el devenír histórico. Una reflexión inquietante. Muy poco "europea". Saer juega con ese tema. Pero su posición es siempre melancólica, desde la razón. Saer amaba Francia más que su propio país. O lo amaba de otra forma. Habla de Argentina siempre como de un conjunto de nubes, de fenómenos incomprensibles.

Las brumas del entendimiento. El silencio de la naturaleza y del horizonte. La fertilidad de lo a duras penas existente. Es el propio viajero el que duda de estar allí ni en ningún otro lugar, el que proyecta esa inseguridad, esa poética de lo fugitivo.

Uno de los temas de la novela es el gran hombre, caracterizado como patología. Enmarca la historia en torno a 1804. Tras la estela de Napoleón aparecen los liberadores de América, y Saer deja caer la idea de que, sencillamente, muchos de ellos eran locos megalómanos. Sobre esa idea injerta otra: la de la dupla interconexa y misteriosa entre razón y sinrazón, que en Argentina muchos años después de los sucesos relatados fue caracterizada entre Civilización y Barbarie. Por ese camino llega a planteamientos antipsiquiátricos, en los que el propio doctor Weiss, el maestro del doctor narrador, duda sobre la naturaleza de la locura y, sobre todo, de la cordura.

Saer decía que Borges no era un crítico, sino un polemista. No analizaba, quería ganar. Es decir, la acritud y mala leche de Borges viene de un uso interesado y funcional de la razón, que pone al servicio de sus convicciones e ideología, que nunca es puesta en cuestión de forma pública. Borges aparece en escena con su discurso ya armado, como un gran artefacto retórico. Borges venía pensado de casa. En público lo desarrolla, lo matiza, lo exalta, pero no lo pone en duda. Borges no piensa en público. Es un intérprete de sí mismo, y sale a escena con un texto perfectamente aprendido. Borges no duda en público. Saer, en cierto modo, hace lo mismo, solo que su discurso consiste precisamente en poner en duda la realidad y eso hace que nada tenga la rotundidad ni la acidez de Borges.

Hace unos días hablaba de esto: es muy habitual usar el ataque para la reafirmación. La inseguridad, o la búsqueda de mayor seguridad, es el origen de muchos ataques furibundos y ácidos. Me viene a la mente dos hermanos con los que compartí mucho de mi vida hace años. Eran inteligentes, ingeniosos y ácidos hasta extremos incomprensibles. Llevaban su crueldad hacia todo, especialmente hacia los débiles, a los que despreciaban y sobre los que ejercían con especial intensidad su crueldad retórica y social. No entendí bien su actitud hasta que conocí con algo de profundidad a su familia. Su padre era un tipo cruel y frustrado, que ejercía un control irónico y destructivo sobre sus hijos. Ninguno de los dos -eran hombre y mujer- pudieron nunca liberarse de esa presión, de esa crueldad paterna. Discutían a veces con él, pero por debajo de todas las diferencias existía una admiración sin límites hacia su verdugo. El desprecio hacia sí mismos que esa actitud conllevaba los hacía despreciar el mundo, y especialmente a los débiles, con los que íntimamente se identificaban. Odiaban a los débiles porque se odiaban a sí mismos. Su incapacidad para la rebelión ante un padre autoritario y cruel los hizo autoritarios y crueles. La crueldad es propia de cobardes. A mí me parece que en Borges y en Saer hay algo de esto. No sé si por el padre o por quién, pero hay una burla del dolor en el pobre y el necesitado que me irrita. Esa deshumanización sobreactuada le da a sus escritos esa especie de velocidad moral, de vértigo, que tanto fascina a los intelectuales reprimidos. Les hace identificarse con esos "monstruos" amorales que les hacen soñar con pertenecer a ese segmento "especial" de hombres de ideas que sobrevuelan a la chusma.


Se ha dicho de Saer que en su intención está hacer una narración de la percepción mas que de la cosa. De hecho, en Las nubes trata así el fenómeno de la mística: exista o no exista Dios, los efectos del misticismo en las personas son incontestables, y eso es lo importante. Es un pensamiento que me pone muy nervioso, igual que la repetidísima reivindicación estratégica de Feinmann entre las "verdades", a las que clasifica en función de la fuerza del argumentador. "La única verdad es la realidad". No sé si la frase de Perón era exactamente así. Además creo que es una cita de otro, y probablemente Perón nunca supo que estaba citando a alguien. Me produce rechazo ese pensamiento de que lo importante es el efecto, la percepción o la fuerza del emisor. En el fondo es todo lo mismo. Niegan la argumentación en sí, la existencia de algo mejor que otra cosa para alguien. Me parece pensamiento reaccionario.

Alfred Ebelot es el ingeniero que realizó la fosa contra los indios. Y Saer adoraba su relato, realizado muchos años después, sobre su experiencia en Argentina. Tengo que leer ese relato, al igual que el de Helmut Schmidl. 

El tema obsesivo de Saer es la fugacidad. Claramente.

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