Desertores y piratas
Cuando
todo el viento sopla de cola, es difícil darse la vuelta y remar. Cuando la
presión nos obliga, y además las sensaciones cotidianas son “buenas”, es
difícil parar, protestar, negarse. ¿Por qué habríamos de hacerlo? El placer de
la supervivencia con casa y comida no tiene precio si nos miramos en el espejo
de nuestra historia como especie. ¿A quién le puede extrañar el asentimiento de
las normas más absurdas si a cambio se garantiza la paz civil y unas
condiciones materiales mínimas? Y aunque nadie las garantice, mientras la
perspectiva de acceder a esos bienes esenciales siga estando dentro de las
expectativas generalizadas, es raro que alguien se levante. Y si alguien se
levanta, es aún más raro que encuentre suficientes adeptos o compañeros de
lucha. La rebelión es un acto extraño, una imposición intelectual sobre los
impulsos naturales de un simio que, durante cientos de miles de años, ha vivido
aterrorizado ante la inminente muerte por inanición o violencia. Y sin embargo,
se mueve… Siempre han existido rebeldes, protestones, inadaptados, agitadores…
Tras la primera andanada de ninguneo y represión salvaje, el poderoso suele
optar en algún momento por la zanahoria. A través de esos tres mecanismos
-negación, represión, soborno- se filtra la rebelión, se desangra, y suele
perecer.
Primero es ignorada. Se niega su
existencia, o se caricaturiza como una muestra patológica de inadaptación de
determinados individuos, como casos particulares de deformación, de enfermedad,
como la elefantiasis o el autismo. Pero, ¿realmente es una caricatura? Siempre
me ha parecido que hay algo inquietante en las historias de luchadores que
sacrificaban sus vidas hasta extremos imposibles por aquello por lo que creen:
esa figura, usualmente masculina, que se lanza a su misión sin reparar en lo
que suponga en términos de sufrimiento físico y moral, e incluso de sufrimiento
de terceros: familia, amigos, camaradas… El desprecio al dolor del cautivo que
jamás confiesa ni se rinde, y que perece con su cuerpo repleto de llagas, es
tan inquietante como el sadismo gratuito del burócrata del castigo, del verdugo
monomaníaco. Ambos comparten espacios en la Historia. El alimento de los
psicópatas es el heroísmo. Las grandes orgías sádicas se producen cuando se produce
la resistencia. Al poder, en caso contrario, le interesa mantener a raya a sus
perros. Al fin y al cabo, el súbdito es maquinaria productiva, y no es gran
idea dañarla para satisfacer las perversiones megalómanas de determinados
individuos. Los estados de injusticia crónica autorizan y promueven la chifladura
sádica, pero siempre administrada dentro de un orden productivo, sin llegar a
dificultar, y menos aún poner en peligro, el rendimiento de la máquina. Así, la
rebelión suele ser aniquilada en un primer momento mediante la simple negación
de su existencia. ¿Cuántas mujeres y hombres libres han muerto de pura
desesperación, de pura soledad, de pura “inexistencia”? Por cada rebelión
conocida, hay cien silenciadas. La historiografía alternativa está repleta de
luchas de organización y resistencia fabulosas, que han sido enterradas en el
lodo de los siglos por los escribanos del poder. Y en su germen están esos
inadaptados, esos simios extraños que no se conforman con comer y tener un
techo, sea lo que sea que signifique esto en cada época y lugar.
Sin embargo, a pesar de la asimetría
de los jugadores enfrentados y de la capacidad narrativa casi incontestable del
poder, desde siempre se han producido revueltas y revoluciones. Normalmente
estas revueltas se han desarrollado desde esos gérmenes de inadaptación hasta
ser plenos fenómenos sociales por incapacidad del poder para cerrar la
narración limpiamente. En la mayor parte de las ocasiones las condiciones
objetivas llegan a ser generalizadamente insoportables y un número inmenso de
individuos llegan a la conclusión de que no tienen nada que perder. “No tener
nada que perder” es un estado, en principio, muy extremo del ser humano, poco
habitual. Se suele utilizar la expresión con poca responsabilidad, en mi
opinión. En cualquier caso, cuando esas condiciones objetivas insoportables
afectan a un número lo suficientemente significativo de una comunidad, se
produce una revuelta, liderada por inadaptados, que es reprimida, y es
derrotada o triunfa. La represión ha adoptado en cada país y época sutilezas y
rudimentos de lo más variopinto. Desde el estado policial invisible al
empalamiento de masas en caminos principales, podemos encontrar todas las
gradaciones del sadismo político. Normalmente la función fomenta el órgano, y
los mecanismos represores del poder tienden a convertirse ellos mismos en un
poder paranoico y violento. Y aquí termina otro número importantísimo de
revueltas. El poder establecido reconduce la situación y se produce una
restauración, normalmente sangrienta. Estas revueltas sí suelen tener cabida en
la narración histórica, porque el lacayo escribiente se ve obligado a dejar
algún comentario entre la anterior coronación y la siguiente guerra. Esa
mención suele ser tendenciosa hasta el extremo de hacer imposible la
comprensión de la mayor parte de las revueltas a lo largo del tiempo, por haber
sido amputadas de causalidad, de organicidad, de sentido. De este modo se
consiguen dos objetivos: por un lado no queda nada por exhumar, y por otro,
entre fenómeno y fenómeno se elimina cualquier posibilidad de relación
coherente, se corta el hilo conductor. La primera labor de todo luchador es
establecer un árbol genealógico de su dolor, de sus motores. Este esfuerzo es
de tal dimensión que mareas de hombres han dedicado su vida en el ámbito cultural,
sobre todo desde el siglo XVIII, a establecer estos árboles genealógicos, estas
relecturas. Este esfuerzo suele estar bien visto, o al menos tolerado, por el
poder. Mientras se dediquen a exhumar pergaminos no tendrán ganas de intervenir
en el presente, objetivo prioritario del orden establecido. En ocasiones,
cuando la paranoia y el miedo del poder son lo suficientemente grandes, también
se elimina esta posibilidad de establecer lazos coherentes entre fenómenos de
rebelión. Pero esto, más que represión, es pura estulticia. Cualquier persona
que haya tenido que investigar en un archivo sabe que es una labor tan
agotadora que quedan pocas ganas de volver al presente para pelear el futuro. Y
en cuanto a la transmisión, siempre es mejor, desde el punto de vista del
poder, una verdad documentada publicada para especialistas que una verdad
intuida sentida por multitudes.
Por último, está el tercer mecanismo
del poder para reprimir la disidencia de los inadaptados y de las masas
hambrientas y malolientes: el soborno. Como europeo occidental nacido en la
segunda mitad del siglo XX, me siento hijo del soborno. La Revolución Rusa y la
posterior Guerra Fría dejaron a los trabajadores occidentales en una situación
de poder desestabilizador sin precedentes. Y el poder sacó el talonario, la
riqueza se redistribuyó en unos pocos puntos, y los esquiroles se volvieron a
dormir a casa. El Muro de Berlín no separaba dos sistemas, separaba dos
condiciones dentro de un sistema que ya era global entonces: por un lado las
poblaciones embarcadas, de forma más o menos tiránica por sus estados, en una
lucha desesperada por la supervivencia del estado socialista, y por el otro las
poblaciones beneficiarias del miedo de sus élites a la extensión de la “lacra”
igualitaria. Y efectivamente, los esquiroles terminaron siendo más productivos
que los stajanovistas revolucionarios. Fueron productivos especialmente en la
capacidad de gasto militar, todo sea dicho. Y fracasó el estado socialista, y,
paralelamente, el estado del bienestar occidental. Y volvimos al principio del
juego. Este movimiento de tensión-relajación de las relaciones geopolíticas
está siempre vivo, como un pálpito. Si tienes la suerte de caer en el lado
esquirol, creces lerdo y bien alimentado. Si tienes la desgracia de crecer en
Esparta, aprendes a montar a caballo y decir la verdad. Los afortunados se
lamentan de su estupidez blandengue. Los desgraciados se repiten a sí mismos
una y otra vez que no lo son, que están embarcados en un proyecto histórico
insustituible. Como inmensas corrientes de mentira y locura, esas narraciones
paralelas se entrecruzan, se mezclan, se diversifican, hasta el infinito. Con
pocas herramientas, el ser humano consigue complicar mucho las cosas. Y es
evidente que, a la Historia, como artefacto, le sobran piezas. Piezas puestas
allí por los lacayos del poder y por los héroes de la retirada, eufemismo que
esconde lo que tradicionalmente se ha llamado traidores.
Y sin embargo, mientras tanto, en
todo tiempo y lugar, están ellos y ellas, los desertores, los piratas, los
cimarrones. Partiendo de la inadaptación, de esa mutación del espíritu que los
hace incapaces para trabajar y callar, aparecen como una plaga infrecuente pero
constante, una mala hierba con un fuerte aroma, y propiedades altamente
estupefacientes. Son el sueño del ser humano, su realidad trascendente encarnada
y cancelada al mismo tiempo, los verdaderos mártires de la libertad. Hay que
avisar: huelen tan mal o peor que las masas desarrapadas de todas la
revoluciones; están aparentemente fuera de sí; cuesta entender sus reacciones y
sus incongruencias; y los encontraremos con frecuencia navegando en círculos,
intentando ponerse de acuerdo sobre qué rumbo tomar. Pero su presencia se hace
notar con fuerza allí donde consiguieron algún tipo de organización, por ínfima
que fuera. Las ciudades, las lenguas, los mares que habitaron, quedan
inevitablemente teñidos de su gracia, de su absorbente encanto. No nos salvan,
no nos redimen. Sólo nos recuerdan que existe algo más: un tiempo corto y
fructífero, una inagotable generosidad del espíritu, de la ironía, de la
hermandad, de la salud. No son un ejemplo. No son plantilla del “hombres
nuevos”. No sirven para programar, ni para aprender nada que no sea mirar al
interior y explotar como una piñata de belleza. Son un puro juego, que se agota
en el placer de sí mismo, y que nos lega, únicamente, la responsabilidad
inmediata de no dejarnos vencer por la falsa necesidad y la estupidez. Siempre
pierden. Siempre ganan.
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