La transmigración de Timoty Archer, de Phillip K. Dick



The Transmigration of Timothy Archer. 1981. Un obispo evangélico se enrolla con una amiga de la protagonista-narradora. Creo que es la primera cosa que leo de K. Dick con una narradora femenina. California. 1982. Ha muerto Lennon. Todo es un gran malentendido. Cerca, muy cerca de K. Dick está revoloteando un joven Steve Jobs. Es la misma California, la misma inquietud, solo que con signos ideológicos y vitales contrapuestos. K. Dick es el fin de una cultura, la cultura contestataria de los sesenta, la que le llevó al delirio, la soledad y la marginalidad, pero también la que le permitió ver "más allá". Jobs es el producto refinado de esa subcultura. Refinado en forma de gran emporio comercial y utilitarismo puro. K. Dick abrió las puertas de toda una forma de contar. Jobs estuvo a punto de cerrarla. No parece que pueda hacerlo desde la tumba, aunque quién sabe. Hitler murió en su búnker, pero en Alemania ya no hay ni judíos ni comunismo. ¿Quién ganó? Esa era la estupenda pregunta de El hombre en el castillo, y cada día se nos hace más difícil contestarla. Se burla, con infinita valentía, de un personaje "desequilibrado" que en sus momentos menos presentables deja de comer, se sumerge en sus fobias y envía cartas de auxilio y amenaza a la Casa Blanca, exactamente igual que el propio K. Dick en sus horas más bajas/altas. 
      Compara el enamoramiento con un choque frontal, o con un atropellamiento mutuo. Como siempre, metáfora vulgar y sublime a un tiempo.
        Habla también de lo que él llama el estigma del odio: esa forma de congestión que asalta a las personas sufrientes y en guerra consigo mismas, que les hace parecer enfermas y envejecidas prematuramente. Lo compara con los malos espíritus que Jesús hizo introducirse en el interior de una piara de cerdos, para que se lanzaran por un precipicio. Es el mismo procedimiento que ahora se está utilizando con las algas devoradoras de metales pesados, que una vez terminan su digestión se supone que son recogidas y utilizadas como combustible de nuevo. Las personas con ese dolor y esa furia pintados en sus rostros y cuerpos son, en cierto modo, recicladores, como de sí mismo afirmaba ser Rasputin. Hay una relación confusa con el placer en esa energía: una relación confusa y convulsiva, de acercamientos y alejamientos bruscos y finalmente sufrientes. "Un animal erizado de púas", peligroso, autodestructivo, loco. El personaje al que le pasa esto se llama Kirsten, que es un nombre de mujer que le gustaba, que habitaba su imaginario. 
        El contexto de la novela pertenece a un lugar en el que casi todo el mundo toma algún tipo de estupefaciente. La marihuana está reducida para los menos audaces, los más tradicionales. En ese momento California está viviendo la explosión de las pastillas, de las anfetaminas y los barbitúricos, sobre todo. La mayor parte de la población va literalmente puesta desde la mañana a la noche. La clase media se está formando ya por los chicos de Woodstock, pero no puedes ir a trabajar a Apple sesenta, o setenta horas a la semana, puesto de ácido. Tampoco de marihuana. Pero sí de anfetaminas o barbitúricos. La vida laboral se acorta para aquellos que tienen suerte. Están en Hawai desde el año noventa. Es un decir. Algunos están en Mallorca, o en Capri. Absurdo. Invierten. Jodido. Los mercados. Blablabla. Sigo con Phillip. Pero es que Phillip lo vio a su alrededor. Lo mismo que estamos viviendo ahora. Obsesiones religiosas convertidas en conductas programadas. Religión, drogas, fascismo y dinero escaso. Eso es la whitetrush. Y nosotros, los españoles, somo whitetrush. Formamos parte del gran cerdo al que los profetas visionarios han endosado el mal, ese mal, que aflora frecuentemente en las asambleas y las manifestaciones, ese odio bobo e inútil, esa brutalidad culpable. Los conceptos religiosos lo van invadiendo todo. Miedo. Caridad. Fe. Sabiduría. Gloria. Justicia metafísica. Paraíso. Infierno.  Ha llegado la hora de los vendedores de infiernos, de los proceedores de dolor y penitencia. Tras el hedoniso fofo de los centros comerciales pasamos a esta penitencia de la pasividad y la tristeza. progamación autodestructiva comandada por lunáticos sin cabeza. Cabezas de piña. Cabeza-huevos. Fanáticos. Mientras leo esto veo entrar al teatro a niños de cinco años. Pertenecen a un colegio privado y religioso. Un colegio caro. Son los niños con futuro. En una sociedad dual estos comandarán a los otros, a los rezagados que irán a clases hacinadas. Una mujer gorda e infinitamente fea, la director de la nueva escuela de música, promete a los padres que estudiarán música con criterios internacionales, con competitividad, igual que estudian inglés o chino. Es una perspectiva de la música aterradora. De nuevo Corea del Sur en el horizonte. Competir, competir, competir. Segregación. Ese es el fondo del asunto. La inconsistencia de los argumentos, la extraña tranquilidad de los que los emiten, y su propia histeria casi simultánea. De nuevo, el aligeramiento de la atmósfera, la facilidad extraña de movimientos, como si nada costara, pero todo costara. La locura afecta, en primer lugar, a la gravedad. Y a la capacidad de navegar entre metáforas. Habla K. Dick, entre la fascinante trama del Ur Q y de los textos preevangélicos, del test de proverbios de Benjamin. En ambos campos era un gran conocedor el propio Phillip: religión y locura. Una de las formas básicas de distinguir a un esquizofrénico o un psicótico parece ser su incapacidad para dilucidar el contenido abstracto de un proverbio, porque al intentar explicarlo, vuelve a enunciarlo. Es capaz de llegar a la sinonimia, pero no penetrar más allá. Quizás esto sea una forma de lucidez, o de rebelión. Son las metáforas las que nos esclavizan, pero también las que nos permiten volar de la celda. En cualquier caso, es un problemón, que afecta no sólo a los enfermos mentales, o dicho de otro modo, todos estamos en la órbita de la enfermedad mental, y por tanto, a todos nos interesa.




            Tambien está Wallenstein, de Schiller, como otro argumento absurdo, como otra vía muerta. Es la misma técnica de Bolaño, en El tercer Reich, por ejemplo. Bolaño decía que K. Dick era uno de los grandes. Y es evidente que tenía razón. Habla de su primera lectura de Ubik como una experiencia muy especial. "El escritor de los paranoicos", lo define. Y considera su existencia como "byroniana", en el sentido romántico y destructivo y trágico y visionario del término. Como buen escritor de la paranoia K. Dick genera desconcierto primero y desconfianza después, y eso es muy importante. Desconfianza hacia la realidad cotidiana, hacia el trabajo y la esperanza. En mi propio caso creo que ha sucedido así: ha sido el escritor que más ha socavado mi vida sin provocar pura angustia, porque es la propia literatura, el propio arte inmenso de sus escritos, el que ofrece la salida. En ese sentido hay algo extorsivo en K. Dick. Igual que lo hay en Borges. La denigración de la realidad lleva aparejada una exaltación del propio hecho lector. En el contenido hay una apología del consumo del libro, del juego narrativo como salvación de la Humanidad, y de ahí estamos a un paso del evangelismo. Lo fascinante es la continuidad intelectual y energética que tiene todo ese viaje, y lo fácil que es recorrerlo en su compañía. Explorador del abismo con cámara web, eso es K. Dick, y una cierta invitación a la pasividad, también. Dick inventa universos paralelos en los que él es el mejor escritor de todos los tiempos. En cierto modo, inventa universos alternativos en los que él es el único escritor. Todo lo demás sería "ruido", "interferencia", "desinformación". Actúa como un resistente de la locura en un mundo loco, ofreciendo una pequeña pestaña que permite eliminar las mentiras del sentido común y de las "reglas", que por otro lado, nadie termina de delimitar claramente. Un escritor del movimiento humano. Bolaño lo califica como el escritor de La Entropía, con mayúsculas. Sus distopías, o sus ucrologías, son sólo resultado de introducir desorden en los mundos narrativos en los que juega, no en una búsqueda furiosa de sentido moral. El sentido moral, en realidad, está en los personajes, y en un estado de fragilidad que da miedo. Fresán habla de la naturaleza "virósica" de leer varios "dicks" seguidos. Te contagia una forma de pensar, una forma de sentir, una desconfianza. No desde la transferencia intelectual de cualquier lectura, sino por medio de la violenta sensualidad de las experiencias que vives a través de los personajes, a través de los propios viajes narrativos.
           La Transmigración es una novela sobre la locura no inhabilitante, es decir, la que tenemos todos. La locura no inhabilitante termina siéndolo, tarde o temprano, aunque sea en el lecho de muerte. Y la fuente de esa locura, de ese contagio, es la debilidad. Sancho siendo contagiado por Alonso, en la medida en que Sancho ama a Alonso, y no quiere dejarlo sólo. El amor, la compasión, como puerta de entrada del demonio ajeno, hasta que se convierte en parte integrante de nuestro ser. Ayer me hablaban de Aznar y Urdaci en esos términos, como personajes a los que la historia -la Historia- les vino grande, perdieron la cabeza, y arrastraron con ellos a aquellos que les amaban. Todo movimiento de índole fascista tiene ese cariz vírico, de contagio sentimental, de compromiso con el "amigo". Cuando Felipe González dejó de negar el GAL para pasar a sugerir sutilmente que era parte integrante, natural e incluso deseable de nuestro estado, se llevó consigo a toda una generación de buena gente que creía estar viviendo el final de una pesadilla, y que lo admiraba como un líder cabal. Desde fuera lo vemos con extrañeza, pero todos participamos en mayor o menor medida de fenómenos parecidos, porque nuestro motor vital de sentirnos un poco acompañados, un poco felices, un poco calientes, nos lleva a neutralizar el sentido de crítica y la racionalidad. En cierto modo la política y la cultura como fuente de legitimación se alimentan de esto, de formas de empatía en torno a lo descontrolado, en torno a entropías personales, a crímenes y culpas propias. Es difícil entender la ausencia de memoria histórica en España, por ejemplo, sin entender la biografía personal, las culpas aterrorizantes, la locura no inhabilitante, de Santiago Carrillo. Ese, para mí, es el único atisbo de luz en la basura de Cercas sobre el 23F. 
          Un sistema de creencias es una fortaleza, una construcción a prueba de inclemencias. Hay miedo a las fisuras, y miedo al derrumbe. Hay miedo a ejércitos enemigos que sitian la fortaleza, y la ponen a prueba, aislándola y dejándola sin agua ni alimentos. Hay miedo a que la peste se extienda por su interior, a que las luchas internas la dejen desguarnecida. Hay miedo. Los sistemas de creencias cerrados provienen de sociedades militarizadas, y se basan en el terror. No son resultados de nada, y tienen su fin escrito en su propio código genético. Los sistemas que exigen ortodoxias rigurosas tiende a generar desencantados, electrones libres, que alimentan al resto. La gran fuerza del judaísmo en Europa no venía de su ortodoxia, que en cierto modo fue endogámica y tuvo una influencia poco evidente, sino de sus heterodoxias, de sus renegados, que entraban como cuchillo en mantequilla en el conjunto cultural gentil. En la novela, el protagonista vive el derrumbamiento de su fortaleza, y asistimos detalladamente a ese derrumbamiento.
        K Dick establece una diferencia entre las personas que han transitado un momento de presente absoluto y las que no. Esto es muy generacional, pero también lo pone en contacto con religiones e ideas remotas a él. Esa masa crítica de energía que lleva a que un ser humano trabaje con todos los resortes laterales de su mente es lo que constituyen sus novelas y cuentos, el testimonio de rampas hacia la nada, pero que tienen un punto esencial, un vértice de sentido, justo antes del vacío. El final de la rampa, un lugar inexistente, como el número inmeditamente anterior a 2 o cualquier relación matemática asintótica. No es raro que cite a Heráclito con frecuencia.
         En la visión del hombre que manejan los personajes la muerte está detallada en el propio ADN, como sucede con la obsolescencia programada de los objetos. El valor utilitario del mundo en el que viven les lleva a crear una justificación mágica de ese proceso, que no es mágica, sino económica. La ironía que subyace a todo viene de ahí, de un conflicto que nos es vedado, que sarcásticamente es ocultado para darle relieve al desarrollo de las consecuencias, sin afrontar la causa, por evidente y reiterada. Hijo de lo sesenta, bastardo de la Ilustración, Phillip sátiro. Curioso. Hay mucha autodestrucción, porque hay mucha culpa, porque hay mucha programación: "autodestruir en caso de lucidez".
          Phillip K. Dick se inspiró en un amigo: James Pike, arzobispo episcopaliano de California. Estuvo en su boda en 1966. En la de K. Dick, digo. A ese día corresponde la foto de arriba, quince años antes de escribir la novela. El hijo de James Pike se había suicidado ese mismo 1966, poco tiempo antes. Y tres años después él mismo murió. Es un personaje bastante conocido, tal y como lo describe en la novela, y efectivamente murió en el Mar Muerto buscando la verdad histórica sobre Jesús o la prueba definitiva de que Jesús y Cristo son dos cosas o personas o entes diferentes, y que las enseñanzas evangélicas forman parte de una tradición espiritual en continuo desarrollo en la que la muerte de uno de sus predicadores o miembros a manos de los conquistadores romanos no tienen ninguna trascendencia. James Pike fue un tipo curioso, luchador por los derechos civiles y con una capacidad de llegar al público tremenda. Fue una persona muy conocida, y cuando K. Dick publicó la novela todo el mundo sabía de quién hablaba. Había sido abogado y católico antes de entrar en la Iglesia episcopaliana. Fue expulsado de su cargo como obispo y se siguió contra él un proceso de herejía que no había terminado cuando murió. Tal cual.




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