La caída
La diferencia esencial entre el fútbol europeo, asiático o estadounidense y el fútbol latinoamericano consiste en la esfera en la que el fenómeno se desenvuelve. En Europa y el resto de países que están copiando su modelo el fútbol es una parcela del gran mercado del ocio, en conexión con la hostelería, el teatro musical, los parques temáticos o las casas de juegos y apuestas. Se busca una excelencia técnica y mercantil, un elaborado trabajo de márketing que desemboca en infraestructuras urbanas tan deslumbrantes como prescindibles y fichajes de jugadores a precios tan exorbitantes como rentables. Ese modelo puede entenderse a través de los grandes clubes europeos. A su alrededor gira todo un universo mediático y un star system basado en la estética y la victoria. En Latinoamérica los campos de juego están hechos polvo. Las ligas no pueden aguantar a los jugadores locales brillantes más allá de los veinte años. Hay problemas con la seguridad y las hinchadas violentas, con conexiones corruptas entre dirigentes y políticos, etc... El resultado son ligas descafeinadas, en las que el nivel de competitividad es mucho menor, el ritmo de juego más lento, y las ventas y el rendimiento mercantil a años luz de los grandes europeos. Pero es cultura popular. No es una parte del ocio. No es un divertimento. Es una forma de expresión de necesidades e identidades colectivas. En ese contexto, Diego Maradona es el exponente máximo de esa identificación. Diego no “trabaja”. Nunca fue un buen profesional. Y sigue sin serlo. Es otra cosa. Y lo que comunica a sus jugadores y al deporte en su conjunto tiene más que ver con el origen del deporte que con el megamercado del ocio. El fútbol según Diego es una forma de estar en el mundo. Cuando se gana, no se obtiene un trofeo, se obtiene una reafirmación del propio ser, una exaltación de la propia familia, de la propia nación. Su selección, en su paso por el mundial, ha sido eso. No otra cosa. “Eso”. Y eso tiene un valor incalculable. Porque recupera para el deporte lo que nunca debió dejar de ser: un vehículo de identidad social transversal, un modo de reforzamiento de lo “común”, un antídoto contra la atomización desarmante del súbdito. Esta Argentina ha sido un ejemplo de autenticidad, de generosidad con el juego, con el público, con el ser humano. La forma en que ese grupo de personas celebraban un gol o intimidaban a un árbitro estaba conectada con el barrio, con el grupo, con el colectivo sumergido en una inofensiva y maravillosa sublimación del conflicto bélico. El fútbol es esto. Perder contra esta fascinante Alemania no tiene nada de malo. Perdían uno a cero y atacaban. Perdían dos a cero y atacaban. Perdían tres a cero y siguieron atacando, sufriendo, corriendo, llorando y ofreciendo lo que tenían. Por supuesto que todo podría haber estado mejor atado. Se podría haber trabajado mejor la defensa, los golpes francos, el medio del campo, los marcajes, el balance del contraataque... ¿Y? El valor incontestable, la gran lección de este equipo, fue jugar y competir desde una autenticidad absoluta. Perder contra la alquimia deslumbrante de esa Alemania no tiene nada de vergonzoso ni triste. Fue un partido hermoso y trágico. Fue una representación de la vida. Fue grande. Por encima de esto no hay nada en fútbol.
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