Gato negro gato blanco

Inventaron un balón de play station y jugaron una liga entera con él; analizaron hasta la disección paranoide a la España de la última Eurocopa y al Barça de Guardiola; renunciaron a los títulos europeos de clubs: vieron, compararon y compraron. Esta Alemania transgénica es alta, rápida, precisa y -¡dioses, no!- ahora, además, dibuja con fantasía. El país que putea, encierra y expulsa a los extranjeros, los integra en ese prototipo artificioso y alquímico. El país que propone vender islas del Egeo, el país gobernado por ese ente obtuso que manotea en la grada, el país franquicia de sus bancos y empresarios, juega con la frescura y la alegría del Sur. Esto no es un equipo de fútbol, es una construcción delirante y perversa, una falsificación sublime de diamantes engarzados, una pesadilla fáustica. Provoca la fascinación de lo perfecto en demasía y la angustia de la belleza sin origen. Este equipo carece de literatura en su aura, porque flota en la ingravidez de las tres dimensiones infográficas. Pertenece a otra esfera, en la que no hay pasado, ni dolor, ni siquiera cuerpo.
           Hubo un momento mágico. Literalmente mágico, de conjunción imposible de opuestos, de significación absoluta. Corre el minuto 74. Alemania gana 2 a 0. Y Schweinsteiger controla el balón en el costado izquierdo del ataque germano. Hace setenta y cinco minutos que ambos equipos están jugando un partido a vida o muerte, y Schweinsteiger cruza la cancha driblando contrarios. Lo hace con la potencia del minuto uno. No está cansado -estaba igual de colorado en el inicio-, y todos sabemos que no hay nada extraño en ello, dado que Schweinsteiger no es un ser humano. Sencillamente estamos asistiendo a un gol de consola. Cuando llega al borde del área chica se la pasa a Friedrich y éste la empuja, con una pequeña paradiña en la boca del arco. Aquí decido levantarme e irme a dar una vuelta. No por nada especial, pero me está empezando a irritar todo este tinglado. Nunca me gustaron los videojuegos. Hace un día muy lindo en Buenos Aires y puedo pasear prácticamente sólo por las calles mientras todo el resto de pelotudos creen que siguen viendo un partido de fútbol con seres humanos. Infelices ingenuos. Y entonces pasa algo, que me ata a la silla, que me devuelve la fé en la pantalla, que renueva el pacto.
              Diego estaba dando indicaciones al Kun en la banda. El cambio era inminente. Y la vida de ambos acaba de girar hacia la oscuridad de la derrota. Diego se abraza a la espalda de su yerno. Lo abraza, intentando dar y recibir consuelo. Ya no hay solución. Y empieza un tercer tiempo de ese partido. Un tercer tiempo de tragedia verdiana en el que un grupo de maravillosos energúmenos muestran ante el Mundo qué significa amar un juego y sufrir por él. Y entonces cobro conciencia de lo que está siendo esta segunda parte. Un grupo de héroes humanos está enfrentándose a una suma de golems surgidos de las entrañas de un superprocesador mefistofélico. No tienen nada que hacer. Pero la máquina visual deja de funcionar con la perfección debida. La tersura de ese mundo tridimensional, de colores sobresaturados, deja paso a las dolorosas aristas de la vida. Y el equipo argentino se transforma en el gato negro que cruza la pantalla para darle grandeza y realidad a este mundial hologramático. En unos pocos segundos, a través de la cara del Diego, rebrota como de un surtidor de vida lo que significa el fútbol, lo que significa la derrota y la humanidad del deporte, su sentido último. Y todos los miles, millones de relatos asociados a este equipo se ven conjurados a aparecer en ese estadio surafricano, para recordarnos que toda metáfora entraña una peligrosa simetría con su origen, que toda palabra tiene un lazo sagrado con su objeto, y que, ¡la puta que lo parió!, Argentina ha perdido. Y no cualquier Argentina, sino esta. Y esta atesora los valores más enloquecidos, atrabiliarios, generosos, luminosos, auténticos y profundos de este pueblo. Esos últimos veinte minutos muestran la desolación kamikaze de un equipo que sigue y sigue y sigue peleando hasta el pitido final, conscientes de que ese tercer tiempo es clave, porque ya se está jugando el siguiente mundial, la siguiente Copa América, el siguiente lo que sea. Y toda la ética y la estética del Diego afloran en ese momento a través de sus jugadores, que terminan el partido con una lección de grandeza y hondura. Cuando llega el final y la televisión continúa emitiendo las imágenes hasta el túnel de vestuarios me doy cuenta del increíble desplazamiento de intensidad del que acabo de ser parte y testigo. Un cuatro a cero de play station ha sido expulsado a la insignificancia por un tercer tiempo de ópera tana. Un equipo se ha quedado con el resultado, pero el otro ha agrandado la dimensión de su sueño, la impregnación de  historia de su chapa. Hoy Argentina ha ganado un mundial. No sé cuál, pero está ahí adelante, en el futuro inmenso de este lugar del mundo. Perder así le ha añadido algo más valioso que una estrella a esa camiseta, le ha sumado la épica y el dolor de un perdedor que no se desfonda, que no da patadas, que no deja pasar los minutos finales evitando una humillación. Este equipo representa mejor que ninguno que yo haya visto a un país. Encajar la desgracia con esa casta y esa dignididad es una lección impagable, que ha elevado a un grupo de elegidos a la altura de su pueblo.

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