Antonio Ramos Oliveira
Este
tío estuvo allí. Leo el tercer tomo de su Historia de España, el que trata de
la II República y el golpe fascista. Su estilo es lento, y lleno de datos, y
aburrido por momentos. Sin embargo, explica con enorme precisión la
encadenación de sabotajes que llevaron a la Guerra de Resistencia española. Es
muy bueno su análisis de la ultraderecha, de sus fundadores y de sus principales
poderes, las finanzas y la oligarquía agraria. Cuando se produjo el golpe
militar y la guerra posterior Ramos Oliveira salió para Londres, como agregado
de prensa, y después pasó el resto de su vida en México. Un exiliado. Pero un
exiliado con contactos y conocimientos. Un gran intelectual antifascista.
Los logros de la II República: la
reforma de la Salud, la Educación, y los proyectos de Obras Públicas. También
se hizo una gestión honrada y eficiente de la Hacienda. En lo demás, buenas
intenciones y mucha incapacidad. Enfrente, la oligarquía degenerada y la
Iglesia.
En la II República, ser conservador
suponía ser monárquico. Las fuerzas liberales se situaban en el socialismo, que
acogía a las clases medias progresistas, y que confiaba en la transformación
del país en el seno de una república parlamentaria. Al sistema político
republicano le faltó siempre una derecha liberal que compartiera una visión de
progreso con la izquierda moderada del PSOE. El centro político en la II
República era prácticamente inexistente. Los gobiernos se habrían sucedido en
función de la abstención de las masas proletarias, nada más. Más o menos como
ahora, pero más evidente. Añadido a esto, está la lección que Ramos Oliveira
saca de los intentos liberales y posteriores contrarreformas y restauraciones
del siglo XIX: la ultraderecha española siempre está dispuesta a crucificar al
país antes de renunciar a alguno de sus privilegios. La manera que tienen de
controlar el sistema es contagiar a las clases medias políticamente analfabetas
su odio al pueblo y, por tanto, su desprecio por sí mismas, pues al
proletariado pertenecían hasta hace cuarto de hora.
¿Cómo es esto posible? ¿Cómo ha sido
capaz una minoría reducidísima de contagiar el autodesprecio a la mitad de un
país? El “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades” es una reedición
de esa estrategia, incomprensiblemente exitosa.
El autodesprecio es una sustancia
sutil, que corroe toda confianza, que destruye. Es una termita que nos paraliza
y deja a merced de los poderosos. El autodesprecio como pueblo no tiene una
base racional, y se estructura en torno a sujetos imaginarios, manipulaciones y
mixtificaciones. El autodesprecio tiene su origen en una mirada, en un tono: el
del oligarca que despacha con un suspiro displicente cualquier argumento
contrario a sus intereses. Esa actitud de “superioridad natural” cala en el
contrario, y el contrario es el pueblo español. Ese tono, ese desprecio, tiene
un remedo en cadena en todos los altavoces de la reacción. Ese desprecio
profundo hace imposible todo diálogo, y convierte el tránsito político en un
griterío de sordos, en el que el que ostenta el privilegio desafía al
contrario, desde el fondo de la sonrisa, a que haga uso de la violencia
política si es que aspira a cualquier transformación. Evidentemente, lo normal
en España es que esa posición se mantenga con el mando de la policía bajo
control. Este es el origen de esta sensación de desfachatez que sufrimos a
diario. Este es el resultado de cientos de años de impunidad de unas élites
depredadoras que siempre encuentran palmeros entre los perezosos y los cínicos.
El producto más refinado del
autodesprecio es la astucia arribista. Una vez que todas las categorías morales
quedan achatadas, lo que florece es un tacticismo de anguila. La traición a nivel
cotidiano está todavía empezando. El cinismo retroalimenta el autodesprecio,
porque se convierte en una profecía autocumplida, y eso, a su vez, hace
aumentar al miedo y la desconfianza, y dinamita la hermandad republicana, necesariamente
fundamentada en valores previos a los intereses concretos del día. El resultado
son nuevos pseudoargumentos para el autodesprecio que, de esta forma, se vuelve
a retroalimentar. Así, los sueños y la necesaria poética ciudadana son
arrasados. Y este es el campo de cultivo del falso pragmatismo que nos rodea.
Ese pragmatismo no es más que el medio por el cual el verdugo consigue ser
justificado por su víctima. ¿La razón profunda de la víctima? Es insoportable
pensar en pura y simple impotencia. Insoportable sentirla.
El desahucio es el arma de
terrorismo económico preferida de la oligarquía española. Antes de 2010 la gran
generalización del desahucio la llevó a cabo la CEDA en el gobierno de 1935,
como respuesta a la revolución de octubre de 1934 y a la tímida reforma agraria
del 31. El desahucio es un instrumento de disciplinamiento del pueblo. Una
forma de dejar claro quién manda. Sus consecuencias son conocidas. El
trabajador deja de laborar para obtener un salario o para alimentar sus esperanzas
de mejora. El trabajador pasa a trabajar para poder subsistir un día más. Queda
ligado a su trabajo por la línea de la supervivencia. El traslado vertical
ascendente de la renta no tiene fines económicos específicos. Evidentemente
ayuda a la acumulación de capital, pero como esa acumulación es unidireccional
y estática, no supone una transformación significativa, ni ayuda al crecimiento
real, porque únicamente alimenta la especulación y la evasión de capitales
inertes, rentistas. Sus consecuencias –y verdaderos objetivos- más importantes
se sitúan en el orden político y antropológico. Una sociedad desahuciada es una
sociedad moralmente rendida: otra inyección de pánico, que pasará de padres a
hijos, como un veneno castrante. La resistencia al desahucio es sembrar la
revolución de mañana.
La brutalidad de la política
derechista en España obliga sistemáticamente al trabajador a elegir entre la
rendición y una revolución para la que se sabe sin fuerzas. ¿La razón? La
absoluta irresponsabilidad política de la clase media y la burguesía, educadas
ambas en el absentismo de responsabilidades más repugnante. El proceso de 1933 -
1935 es el proceso 2011 – 2015. Nos acercamos de nuevo a una revolución
desesperada. Veremos esta vez. Da la impresión de que algo más de civilización
hemos acumulado y que, aun al borde del hambre, los trabajadores españoles
tendrán algo más de cabeza para atemperar y dirigir con inteligencia su
desesperación. Quiero pensar eso.
La derecha española trabaja por
intimidación. Acojonan mediante el exceso verbal, llevando el punto de fricción
ideológica a un lugar absurdo, marginal. Esa desviación termina por descabalgar
toda discusión, y es fácil encontrarse discutiendo nimiedades, mientras allí,
en la boca del callejón, pasan los tanques. Lo explica muy bien Leopoldo María
Panero, en El Desencanto, cuando
cuenta cómo en la Universidad tuvo un único día de activismo político, y llevó
a sus compañeros a un callejón sin salida en el que fueron detenidos. Pero la
pregunta es, ¿a quién coño se le ocurre hacer caso a Panero? ¿A quién coño se
le ocurrió hacer caso a los hijos del régimen anterior? ¿Qué esperabais? ¿Que
transformaran la sociedad a vuestro favor en contra de sus intereses? Aunque
hubieran querido hacerlo, su inconsciente no se lo habría permitido.
La diferencia sustancial entre 1936
y 2014 o 15 será la edad del pueblo. Aquel era un pueblo joven, y este es un
pueblo viejo. No tenemos energía para afrontar una insurrección – ni pacífica
ni violenta-. ¿Puede generalizarse la actitud resistente de la Plataforma anti
Desahucios? ¿Cuánto de sobreactuación hay en torno a la PAH?
Aunque quizás, al final, no pase nada y,
efectivamente, esta vez sí nos venga absolutamente todo de fuera. Quizás
simplemente Europa se convierta en un inmenso protectorado repleto de centros
productivos especializados, una especie de tigre asiático avejentado mezclado
con un inmenso parque temático historicista. Pura decadencia quejicosa.
La única esperanza de Europa –y, por
tanto, de España- es derrotar a sus oligarcas financieros. Este esfuerzo de
regeneración es, a día de hoy, imposible. El coste en vidas sería incalculable.
No van a permitir una revolución en Europa sin asesinar a cientos de miles
–sino millones- antes de perder. Y los militares y burócratas hace tres
generaciones que han dejado de razonar como seres humanos. Una situación como
la de Venezuela es imposible. Los últimos militares liberales españoles
salieron del ejército en 1932 con la ayuda de Azaña, que se cubrió de gloria
con su reforma. Por otra parte, el pueblo tiene demasiado miedo, y,
probablemente, ese miedo está justificado. Europa ya ha pagado muchas veces con
sangre su libertad, y los hijos de los muertos han vendido una y otra vez esa
libertad a precio de saldo. Esta es una verdad terrible.
¿Qué se puede aprender de la II
República? En el inconsciente colectivo ha quedado troquelada la idea que liga
“excesos” de libertad popular con caos y miseria. En realidad, la historia de
España enseña justamente lo contrario, pero es complicado poner a estudiar
historia a un pueblo al que se le ha negado la memoria y que se ha negado a sí
mismo de una forma tan tremenda. Ese estado un tanto obnubilado, como de trance
entre pasado y futuro, en el que se mueve el español medio, le vuelve muy
fácilmente tendente al centrismo, al absentismo o a la pura reacción, al
franquismo sociológico. Ese es el origen del zorro español: astuto, cínico,
arribista, dispuesto siempre al silencio oportuno o a la traición al compañero.
No es un zorro brillante. No es un constructor de imperios como su par
ateniense o napolitano. No. El zorro español es un zorro galdosiano. Un pelín
maloliente. Bastante ignorante. Mediocre. Banalmente malvado. Capaz de las
mayores atrocidades argumentadas mediante las más sentimentales o absurdas
razones. Es un malo pueril. Es un malo de mierda. Me viene siempre a la mente
Botín esperando la llegada del Borbón en pantalones cortos en el vestíbulo del
hotel, a pesar de todas las advertencias y ruegos. En un malo de barrio, de
taberna de pueblo. Un mal malo.
Al mismo tiempo, a esa capa de
miseria se la recubre con otra aún más
gruesa de miseria legitimadora, de excusas. Ese español es una persona
que profiere excusas a gritos. Excusas para no trabajar, para no luchar, para
no pensar. Excusas. Así, las grandes derrotas se disfrazan de posibilismos
patéticos, y las grandes victorias nunca llegan. Mientras tanto, nos hemos
especializado en los eventos y el turismo, y confundimos la épica con la caja.
Estos días he contemplado la inflación de rickshaws ciclistas en Barcelona. Una
mierda. Degradante. Pues los chavales parecen encantados. Ganan dinero. Hacen
deporte. Nadie parece notar que hacía unos cuantos cientos de años desde que la
tracción animal humana había sido excluida de nuestra sociedad. Pero está todo
el mundo encantado. Y queda muy exótico. Un país de ciclistas de rickshaws. Un
país de camareros, de putas, de crupiers, de maderos cocainómanos… el puto
español medio, el del prime time, el de Ana Rosa, el puto votante del PP, el
puto español fachuzo.
¿Que qué hay que aprender de la II
República? Dignidad individual y colectiva. Ejercicio efectivo de las
libertades públicas y privadas, en toda hora y toda circunstancia. Acción
pacífica y consciente que exalte la belleza de la vida. Narración sosegada,
tozuda e incansable de la verdad de este pueblo. Enfrentamiento a la opresión.
Solidaridad. Orgullo. Lucidez. Visión colectiva. Verdad frente a enfermedad.
Razón frente a mansedumbre y grito. Calma. Trabajo. Cachondeo libertario.
Sensualidad. Amor a raudales.
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