Historias del mar de los espejos

Fueron malos años en Creta. El hambre se extendió y Teucro y sus compañeros, un tercio de los habitantes de la isla, decidieron no soportarlo más. Se embarcaron hacia el este y llegaron a Frigia. En el camino un oráculo le comunicó a Teucro que allí donde sufrieran una plaga de animales surgidos de la tierra debería fundar una ciudad. Tras tocar tierra, esa misma noche, padecieron la visita de miles de ratones. Los eliminaron y fundaron Troya. Así empezó todo. Teucro era hijo de un río y de una ninfa. Casi nada.  



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        En algún lugar de este mapa se situó Troya, de la que huyó Eneas. Zeus le concede y augura la fundación de un imperio, tal y como le ruega Afrodita, y anuncia que a los pueblos del Lacio les dará "leyes y murallas". Esa identificación entre las murallas y la ley da que pensar. Por un lado es aquello que nos protege del exterior, de la barbarie. Por otro es lo que nos encierra, lo que nos define, lo que nos limita. Zeus anuncia que el Imperio Romano no conocerá fronteras ni en el espacio ni en el tiempo. Estuvo a punto de tener razón. De hecho, a veces hay que preguntarse si este ente destructivo que llamamos "Occidente" no seguirá siendo la última rémora de ese imperio sin fronteras, que impone murallas y leyes a los conquistados, pero que se guarda para sí esa ausencia de límites temporales o espaciales. El colonialismo está en nuestro inconsciente cultural enterrado en lo más profundo. Aunque si somos honestos, en toda vocación imperial está esa dilatación sin fin, ese espacio sin límites. 

            Tras el asesinato de su marido Siqueo a manos de su hermano Pigmalión, Dido desenterró todos los tesoros de su difunto esposo, y huyó de Tiro con todos aquellos que sentían miedo del nuevo tirano. Su gran problema al llegar a Libia serán las fronteras, y tras un pintoresco episodio con una piel de toro -o carnero- cortada en largo hilo, funda Cartago, también llamada Birsa. Esta fundación sucedió en el 814 a. de C. La ciudad sobrevivió hasta el 146 a. de C., cuando Publio Cornelio Escipión Emiliano, el sitiador de Numancia, la destruyó por completo durante la Tercera Guerra Púnica.


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           Cuando Eneas llegó a esta ciudad, Birsa-Cartago, estaba siendo construída. Afrodita le rodeó de una nube de invisibilidad y pudo apreciar cómo en las paredes y frisos de los templos estaba contada su propia historia. Esto parece el Quijote, pero no, es Virgilio. Enfrentar a un héroe con el relato ajeno de su propia historia siempre es atractivo. Esa paradoja, ese espejo, crea un acople narrativo, un pitido peligroso, difícil de manejar. Se supone que Troya cayó más o menos en el siglo XIII a. de C., de modo que, cuando Eneas llega a Birsa, sus veinte naves llevan cinco siglos deambulando por el mar de espejos. Nada tiene de particular, por otra parte, si bien nos hace entender mejor las ganas de tocar tierra de Eneas y sus compas. Entendemos mejor, también, cómo la historia de la caída de Troya ha pasado a los frisos y los frescos de las paredes cuando Eneas, en modo hombre invisible, recorre las calles de Cartago y llega a su plaza arbolada.







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