Historia, de Heródoto

Digresión, marginalidad, fragmentarismo, secuenciación... todo esto refleja el estilo griego arcaico, ese al que Herodóto, en su Historia, quiere homenajear y por el que siente predilección. No hay asomo de ironía. Los griegos de su época, y los anteriores a él, buscan una "obra total", una compilación de saberes que recoja los testimonios orales de los sabios, que rara vez son nombrados, pues sus ideas circulaban más allá de ellos. Los filósofos presocráticos eran personajes legendarios, como los Siete Sabios, suya naturaleza histórica era asumida sin más, y tenían una condición cercana al gurú o al profeta. Ese inicio de la historiografía y del saber occidental inicia una relación dual que continúa hasta hoy entre dos tendencias, entre dos extremos y dos formas de entender el conocimiento y la propia cultura: el reduccionismo, irónico, segmentador, sistematizador, y lo que entendemos por totalidad humanísta, esa ambición algo infantil de creer que se puede hablar de cualquier cosa. Sin embargo, el ser humano ha dicho y escrito grandes tonterías desde ambos extremos, con la ventaja de que los "totalizadores" suelen tener más gracia, y los reduccionistas suelen ser más pintorescos en sus errores.
          En el libro séptimo habla de los "hemeródromos", los famosos corredores mensajeros, aquellos que dieron nombre a la prueba del Maratón. Cuenta que en muchas ciudades era un oficio hereditario, no muy bien pagado, pero muy valorado por los ciudadanos y, especialmente, por los gobernantes. Los hemeródromos ilustres se convertían en leyenda. De hecho,  se cree que el de Maratón no fue uno, sino varios, y las leyendas en torno a ellos se tejían y destejían. No recuerdo haber leído  hasta ahora nada de esos mensajeros, que a pie o a caballo han comunicado el mundo hasta hace bien poco. Me emocionó esa mención de Heródoto, como si fuera consciente, con esto y otras muchas cosas, de que su obra era una batalla contra el olvido de tantas acciones y personas interesantes de su tiempo y de los tiempos anteriores, y de que todo aquello corría el peligro de caer en el olvido más absoluto.
          Otra cosa impactante de la lectura de esta obra inmensa que es la Historia de Heródoto, es la conciencia pragmática que tenían los griegos de la crueldad inherente a la oligarquía, de cómo las guerras terminaban con pueblos enteros por la mera ambición de un rey o por rivalidades  familiares. En eso se consideraban superiores como demócratas, que exigían a sus gobernantes pasar la decisión de entrar en guerra o no por su asamblea. Es tremendo comprender cómo la historia de Europa vuelve una y otra vez a esta dialéctica entre oligarquía y democracia, sin que siglos y revoluciones terminen con la corrupción de los oráculos ni la estupidez de los oligarcas. Siento estos días que todos comprendemos que nos dirijimos a un desastre económico y social sin experiencia previa en ninguno de nosotros excepto en ancianos muy viejos y en emigrantes. Y probablemente serán ellos los mejor preparados psicológicamente para soportar el mal rollo que se avecina. El pueblo europeo se siente culpable, y ha votado voluntariamente a sus verdugos para que los ejecuten civilmente. Es sólo aparentemente incomprensible. Sospecho que hay mucha culpa acumulada entre las clases medias europeas. Los últimos veinte años han sido años de estúpida crueldad hacia nuestros vecinos y hacia los emigrantes, que han sido tratados como ratas en sus propios países y como maquinaria industrial en la propia Europa. Millones de ciudadanos han hecho durante esos años como si no estuviera pasando nada, pero en su interior crecía ese caballo de Troya, lleno de culpa y autodestrucción, que ha llevado al miedo y a dar el poder a este atajo de fascistas que nos conducen a un estallido negro y sórdido. Después volverá a amanecer. Sólo hay que desear que la violencia pueda ser pensada, que no entremos de nuevo en las entrañas de lo siniestro, en el abismo de lo inconcebible. Y con violencia me refiero, por ejemplo, a las muertes que las listas de espera están causando en todos los países del Mediterráneo, o a la situación indigna de más del quince por ciento de la población. Heródoto cuenta una y otra vez cómo los bárbaros terminaban a sangre y fuego con cualquier rebelión, ya fuera interna como externa. No era infrecuente que pueblos enteros desaparecieran, y de muchos de ellos, la única referencia que ha quedado reflejada en nuestra cultura es el propio comentario del historiador. En esos párrafos escalofriantes hay lenguas, costumbres, generaciones de hombres y mujeres, tiradas a la escombrera de la nada. También cuenta las razones de esas rebeliones, que solían ser siempre dos, las mismas de ahora: las guerras y el aumento del precio de los alimentos. Por momentos parece que está hablando de África en 2012, y el retrato que hace de la colonización persa se puede aplicar perfectamente a las intervenciones de las potencias actuales sobre pueblos estupefactos y aterrorizados. Y hace una interesantísima relación entre colonialismo exterior y colonialismo interior, es decir, si un rey esclaviza a otros pueblos sin ninguna razón es porque es un tirano, y por tanto, está haciendo lo mismo con sus propios ciudadanos. Esa lucidez la tuvo un griego hace dos mil quinientos años, y los pueblos europeos todavía no la han asumido.

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