La Marsellesa. Jean Renoir. 1938. La Nación frente al Rey. La libertad frente a la sumisión. La luz frente a la oscuridad. La honradez frente a la maldad. El Frente Popular. El sonido del pueblo. Su grito. El susurro del conspirador, del aristócrata. La decadencia física frente a la vitalidad desesperada y feliz del hambriento. Aparece la patata. Y el tomate. Trescientos años después de Colón.

Se financió mediante suscripción pública, mediante la venta de bonos que daban derecho a una entrada en el estreno. El presupuesto lo completaron sindicatos y partidos de izquierda.

En la peli transcurren tres años, entre la Bastilla (14 de julio de 1789) y el asalto al Palacio de Las Tullerías en el verano del 92. Tres años de Revolución sometida al sabotaje reaccionario. El poderoso ejerce el poder como algo natural, con calmada crueldad. Sabotea y provoca porque no concibe el desastre. Y si lo concibe, está educado para, al mismo tiempo, amputar esa noción. Negación. Disonancia.

La estructura es episódica, coral y digresiva. Incorpora pequeñas historias en las que los protagonistas no intervienen directamente, como la escena en Alemania durante el exilio de los aristócratas, preocupados en recordar un paso de baile, o la discusión entre Luis XVI y María Antonieta sobre la extraña y horrible costumbre de cepillarse los dientes que se está extendiendo en Viena. Al mismo tiempo seguimos los pasos de los protagonistas que, desde Marsella, avanzan a París para terminar con los enemigos de la Nación. Intensísimas sesiones asamblearias, encontronazos dialécticos con los aristócratas.

Es impactante la pareja de Luis y María Antonieta construida por Pierre Renoir y Lise Delamare. Ambos son inteligentísimos, sutiles, perfectos. La larguísima escena de su rendición, con el sonido de las campanas, es trágica y profunda. El uso del sonido es profundísimo. Suena la propia tragedia, la de las iglesias de París anunciándole al rey que su tiempo ha terminado.

Renoir no tiene miedo a mostrar el origen de la violencia. Sus cimientos. Sus causas. Todas las violencias anteriores. Todas las ofensas. Y el horror que viene. El esplendor ingenuo del heroísmo. El optimismo humanista de la izquierda de los años 30. La lucha frente a los “prusianos”. Renoir sabe lo que viene. Todos lo saben.

 


Renoir fue asesorado por los miembros del nuevo Instituto de la Sorbona especializado en la Revolución. El encargo lo realizó el Partido Comunista Francés en 1936. En un principio iba a ser una superproducción con grandes actores -Jean Gabin, Eric Von Stroheim, Louis Jouvet-, pero a medida que fue trabajando con los historiadores del Instituto de Historia de la Revolución, que se dedicaban a la incipiente disciplina de la historia social, cambió de opinión, y decidió contar la revolución desde el punto de vista de los soldados marselleses, del pueblo. Consideró que de esta forma cumpliría mejor la función didáctica del encargo. No tuvo gran éxito, ni de crítica ni de público. Pero el intento es hermoso. Renoir decía que él había intentado imaginar que estaba realmente allí, viviendo las cosas, y que las intentó rodar con esa sensación de urgencia y cierta incongruencia que tiene asistir a acontecimientos que nos superan como individuos. Cuenta también que no se pagó a los figurantes, a los que convocaba el Partido.


 

 

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