El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura

Probablemente, la más divertida historia -sesgada, como todo- sobre la Guerra de España que he leído nunca. Padura escribe diálogos maravillosos entre personajes reales. La verosimilitud es total, y al mismo tiempo, te sumerge en esa atmósfera de novela negra tan acogedora y cálida. En uno de esos diálogos sitúa a Caridad y a Ramón Mercader en el apartamento de París en el que Ramón, convertido en Jacques Mornard, espera la orden para iniciar la ejecución del traidor Trotsky. Caridad le hace ver a su hijo que la guerra en España se ha perdido. Francia e Inglaterra han sucumbido ante el poder nazi. La superioridad tecnológica y la fuerza de Hitler le permiten invadir Checoslovaquia sin que nadie mueva un dedo. A su vez, Stalin no puede iniciar la guerra total en España porque no tiene con qué responder a Alemania. O porque no desea hacerlo, dado que no está claro que la República española pueda ser controlable posteriormente.

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Durante toda la novela se narra la barbarie de los juicios de Moscú, y cómo la extensión de la paranoia paraliza tanto a la Unión Soviética como a la España republicana, que termina sucumbiendo porque los asesores soviéticos están más pendientes de purgar anarquistas y trotskistas que de defender la democracia en España, en la que no creen y que no consideran, en el fondo, deseable. El asesinato de Andreu Nin en mayo del 37 marca un antes y un después del desarrollo de los acontecimientos. 

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Vivimos cien años de reacción frente al octubre rojo. El panico del capitalismo ha tomado miles de formas durante estos cien años. El nazismo, el fascismo, el franquismo, el apartheid, Israel, Pinochet, Videla, ahora Temer, Rajoy o Macri, y tantos y tantos otros fenómenos ultraderechistas, son formas locales de la reacción a ese terror. La reacción del capitalismo a la Revolución francesa y al octubre rojo explican los últimos doscientos años de la historia mundial. En ese sentido, el aceleramiento tecnológico es, en realidad, un síntoma de ese pánico. Esta visión, delirante y mística,  propia de una novela de K. Dick, creo que tiene un fondo real, incontestable como los sueños (y como los libros de Dick). La autodestrucción de la especie humana que está llevando a cabo el capitalismo neoimperialista sólo pueda ser entendida en toda su profundidad desde lo onírico.

Al terror antirrevolucionario se une el machismo amenazado, la misoginia reactiva ante mujeres despojadas de sus cadenas invisibles. El pánico del macho y el pánico del propietario se juntan con el hombre blanco acomplejado en la huida tecnolátrica, en una distopía paranoide, hiperactiva, violenta, siniestra.

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La paranoia es el motor de Stalin. El proceso de eliminación incluye a familiares y testigos. Quiere terminar con su propia historia, hasta quedar él mismo como único testigo y, por tanto, demiurgo libre de ataduras memorísticas. La memoria es él. La escribe él. La autoriza él. Vértigo infinito. A partir de 1933 la locura afecta paulatinamente a todos los participantes en la Revolución, incluidos sus más aclamados héroes, que irán cayendo uno a uno, obligados a confesar su participación en todo tipo de conspiraciones imposibles. Intentan, las víctimas, salvar a sus familias. Sin éxito. Mientras tanto la URSS acerca posiciones con los nazis a la espera de poder reconstruir el Ejército Rojo tras purgar a sus más señalados líderes. En realidad se llevó a cabo una masacre de viejos burócratas -prematuramente envejecidos por la lucha-, provocando una convulsión constante motivada por el terror. Los errores se pagaban en Siberia o con la muerte, y las consecuencias podían extenderse a los familiares y amigos. Esa locura fue lo único que sirvió para mantener un frente en inferioridad tecnológica y perder veinticinco millones de personas sin que el régimen colapsara. Resulta curioso pensar que la Revolución triunfó en la Rusia zarista de 1917 proclamando la Paz y la retirada del frente de miles de soldados, que se negaban a defender a los terratenientes del Antiguo Régimen. Venticinco años después un país completamente diferente venció al mayor monstruo militar de la historia poniendo el propio cuerpo como barricada. Es una estrategia tan extrema y deshumanizada que sólo podía ser liderada desde la locura del pragmatismo paranoico de Stalin. En ese sentido, los procesos de Moscú anuncian la Segunda Guerra Mundial, de igual modo que la actividad de los comisarios en España anuncia un tipo de actuación que rompe con todos los tabúes en cuanto a "resolución" de diferencias internas dentro de un frente de guerra.

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El punto débil del trotskismo se llama Kronstadt. La defensa de Trotsky era que no podían compararse hechos producidos en mitad de una guerra sin cuartel (contra 21 ejércitos enemigos) con hechos producidos en un país en paz y con las fronteras controladas. Siguiendo el razonamiento Trotsky estaría justificando las purgas en España, empezando por la de su amigo Andreu Ninn. Sin embargo, Trotsky exigía a su hijo sacrificios inhumanos porque estaban "en guerra". Es decir, para Trotsky la guerra era lo que él quería cuando él quería. Como buen macho, las justificaciones salían de sus testículos sin mayores contratiempos. Los demás estaban allí para asumirlas y defenderlas. Y para morir por ellas.

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El romance entre Trotsky y Frida es un episodio pura y simplemente repugnante. Por mucho que se empeñe Padura no deja de ser un rollo bastante asqueroso que refleja la arbitrariedad y narcisismo del protagonista y la sordidez del corazón de Kahlo, obsesionada y servil a Rivera, en el fondo.

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En general el trotskismo es flojo en el razonamiento y descaradamente liberal en la manifestación de los impulsos: individualista, relativista, y ventajista. Cada vez tengo más claro que en un punto esencial -onírico, paranoico- Stalin tenía razón en relación a los trotskistas: eran traidores. De hecho lo siguen siendo. Errejón and company terminarán en Ciudadanos, o en algún engendro emergente construido con restos de presas anteriores. Liberalismo imperialista y reacción con pátina transformadora. Pasadas las décadas todo cambia, pero la esencia permanece. Enjuages y derrotas milimétricamente planificadas por falsas vanguardias vendidas desde antes de iniciarse la batalla. Como repiten los habitantes del también onírico Baltimore de The Wire: "el juego está trucado". Mandan los de Pozuelo.

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Trotsky nunca se arrepintió de Kronstadt. La pesadilla de todo revolucionario es la Restauración. En España sabemos bien de qué va esto. Lo supieron los comuneros parisinos, y los diez años de esperanza de vida perdidos en los países bálticos en los años 90 del siglo XX. Algún día alguien investigará ese genocidio silencioso. O no. O nos enteraremos de las investigaciones ya existentes.

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Es maravilloso el retrato que hace Padura de la Cuba de los setenta. Le hace a uno desear más lecturas de este increíble autor. Y te sumerge en ese aburrimiento acalorado y húmedo, en esa melancolía derrotista, anterior a todos los infiernos, e infierno en sí misma.

Habla Padura del miedo cubano. Un miedo dulce, suave, omnipresente, diluido, brutal en su pesadísima ligereza. Padura escribe sobre el miedo. El de las víctimas y el de los verdugos, a los que, en el fondo, considera igualmente víctimas. "Un miedo más grande que yo mismo". ¿Cómo es ese miedo? ¿Cómo se construye y se vive un miedo que nos supera en dimensión?

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El componente antisemita recorre el conflicto entre Stalin y Trotsky. La eliminación física de las familias de muchos de los líderes revolucionarios de origen judío tuvo ese motor subterráneo y sórdido, de erradicación de la "cáscara amarga". En el juego de máscaras grotesco del stalinismo el antisemitismo aparece y desaparece tras las infinitas versiones oficiales de todo, de la vida, de la política, de la realidad. El declive de la salud de Stalin hace un poco culpables a todos los médicos de la Unión Soviética, y por extensión paranoide, a toda la comunidad judía. La pulsión por el pogromo -con su correspondiente patrocinio estatal- está presente en Rusia desde lo que comúnmente consideramos Edad Media en el resto de Occidente. La realidad es que en 1931 Stalin promulgó un decreto que decía lo siguiente:

Chovinismo nacional y racial es un vestigio de las costumbres características misántropas del período de canibalismo. El antisemitismo, como una forma extrema de chovinismo racial, es el vestigio más peligroso de canibalismo. El antisemitismo es una ventaja para los explotadores como un pararrayos que desvía los golpes dirigidos por las personas que trabajan en el capitalismo. El antisemitismo es peligroso para las personas que trabajan al ser un falso camino que los lleva fuera de la carretera a la derecha y que aterriza en la selva. Por lo tanto los comunistas, como internacionalistas consistentes, no pueden sino ser irreconciliables, enemigos jurados de antisemitismo. En la URSS el antisemitismo es sancionable con la mayor severidad de la ley como un fenómeno profundamente hostil al sistema soviético. Bajo la ley URSS antisemitas activos están sujetos a la pena de muerte.

Como en tantas otras cosas, las declaraciones oficiales escondían un antisemitismo subterráneo y que continúa en Rusia y aledaños hasta el día de hoy. De hecho, los judíos estadounidenses -e Israel- fueron uno de los elementos decisivos en la caída de la Unión Soviética, pues promovieron la escalada armamentística que terminaría con el régimen y que, después, nadie ha sabido parar hasta el día de hoy.

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Es curiso cómo Padura habla de "asco" al referirse al "burdo manejo" de la verdad que se producía en la Cuba de los setenta en relación a Trotsky y su legado. No parece que sienta ese mismo asco al recoger un premio de manos de Felipe VI de España, heredero de una dinastia cómplice de genocidio y falsificadora de la memoria histórica española. El asco, con dinero y ediciones internacionales, se digiere mucho mejor.

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Padura menciona el tema del antisemitismo stalinista, como modelo especular de la homofobia revolucionaria cubana.

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El 23 de agosto de 1939 se hace público en todo el mundo: Stalin y Hitler han pactado. La guerra puede comenzar. Stalin ha "traicionado" a Francia e Inglaterra, que previamente habían "traicionado" a la Unión Soviética en España y Checoslovaquia. En los días siguientes, varios presos comunistas españoles se suicidan en sus celdas. Probablemente este haya sido el día más triste para millones de luchadores, en España y en todo el mundo. Padura deja que Kotov, el agente secreto que comandó las purgas en el seno de la República, explique a Ramón Mercader la situación:

"Óyeme bien, muchacho, porque debes entender lo que ha pasado y por qué ha pasado. El camarada Stalin necesita tiempo para rehacer el Ejército Rojo. Entre espías, traidores y renegados, hubo que purgar a treinta y seis mil oficiales del ejército y cuatro mil de la marina. No hubo más remedio que fusilar a trece de los quince comandantes de tropa, sacar a más del sesenta por ciento de los mandos. ¿Y sabes por qué lo hizo? Pues porque Stalin es grande. Aprendió la lección y no podía permitir que nos ocurriera lo mismo que a ustedes en España... Ahora, dime, ¿crees que así se puede pelear contra el ejército alemán?".

Retorcido y convincente. Se pidió a millones de héroes individuales un gigantes acto de fe que terminaría teniendo su clímax en la victoria de Stalingrado y la entrada en Berlín ¡seis años después! Kotov, también conocido como Leonid Aleksándrovich Eitingon, también conocido com Tom, pero cuyo verdadero nombre era Nahum Isaákovich Eitingon, continúa explicándole a su discípulo Mercader-Mornard-Jackson:

"Las cuentas están claras. El ejército alemán tiene ochenta divisiones. Les alcanzan para lanzarse sobre Occidente o sobre la Unión Soviética, pero no sobre los dos frentes a la vez. Hitler lo sabe y por eso aceptó firmar. Pero ese papel no significa nada, no quiere decir que renunciemos a nada. Míralo como una solución táctica, porque tiene un único fin: ganar tiempo y espacio".

En ese momento, esas palabras, dirigidas a un comunista español, sonaban totalmente absurdas. Probablemente el propio Nahum Isaákovich no las creía. Pero así se construyó y se logró esa monstruosidad que es la victoria soviética en la "Gran Guerra Patriótica", como fue llamada hasta la caída del Muro. Recuerdo la estupefacción de Rubén Gallegos cuando rememoraba los desfiles por la victoria frente al nazismo en su infancia y se preguntaba cómo se podía celebrar el sacrificio de 25 millones de seres humanos para parar a una horda de psicópatas tecnificados. En ocasiones conmemoramos cosas muy extrañas.

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La sociedad de los delatores, de los chivatos, de los individuos que no preguntan cuando alguien no vuelve a trabajar. El mundo del silencio miedoso. Todos estos ingredientes refuerzan el individualismo más enfermizo, el que se asienta en las familias y las comunidades como una enfermedad que se agarra a los huesos, sin posibilidad de ser erradicada.

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Hay un elemento de inverosimilitud esencial en la novela: la ausencia de servicios secretos ajenos a la URSS. Según Padura, todo lo relacionado con Trotsky tuvo que ver con la oposición entre un ínfimo grupo de fieles desinteresados y el monstruosos sistema de información y purga de los servicios secretos soviéticos. Por mucho que nos esforcemos por darle sentido, es imposible que la historia se desarrollara así. ¿No hay alemanes? ¿Franceses? ¿Ingleses o norteamericanos? Parece que ningun potencia imperialista tuviera interés político, únicamente el malvado Stalin. En este punto -el de las omisiones-, el sesgo de la narración es atroz. Me figuro que aquí se ganó Padura el Princesa de Asturias. El falseamiento de la memoria, una vez más.

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No termino de entender la repulsión que siente Padura hacia Silvia Ageloff. Es fácil entender la que produce Diego Rivera, que en todo momento se comporta como un monstruo estúpido, egoísta y cruel.

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Hay algo triste en estos viejos enfermos rodeándose de jóvenes frágiles a las que acosar mientras sus esposas envejecen partiéndose la espalda por ellos. Es igualmente triste la actitud de las chicas. Alrededor de Rivera y Trotsky había una nube de mujeres deseando ser llamadas por los carismáticos líderes a la cama. Ellos, por su parte, se van conviritiendo en pollaviejas egoístas y patéticos. Padura le da duro a Silvia sin que se entienda muy bien porqué. El enloquecido amor hacia el seductor Mornard -pura debilidad- le parece algo malo. No termino de entenderlo, aunque asoma un tufo a machismo mal disimulado.






























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