Sobre El laberinto español, de Gerald Brenan
Libro maldito en España hasta bien entrada la década de los 70, a pesar de que su primera edición en inglés es de finales de los años cuarenta. A Fraga y demás carcunda les aterrorizaba que se leyera masivamente, e hicieron lo posible y lo imposible para que no se publicara. La historia de la truculenta oposición gubernativa española a la edición de 1962 -nacida en París a manos de una excepcional nómina de intelectuales en torno a Ruedo Ibérico- explica gran parte de la mugre que nos inunda hoy, y desvela a los fundadores de esta pseudodemocracia como la gentuza inmoral que eran y que son. Pese a todo, el libro es bien conocido y ha estado en millones de casas. Es una de esas escasísimas referencias historiográficas que milagrosamente cruzan el umbral de lo académico para ir al encuentro de otros lectores. Quizás a ello colabora el delicioso estilo de Brenan, que hace fluir el ensayo como si fuera un relato en primera persona que alguien abrumadoramente erudito y apasionado tiene a bien transmitirnos a cada uno de nosotros. De esta forma, el ensayo se "dramatiza", se vuelve terso y fácil, a pesar de la tremenda cantidad de datos, ejemplos y citas con que está armado. Habitualmente este proceso pedagógico de popularización ha sido perpetrado por penosos, obedientes y tramposos mandarines del poder. Brenan es, evidentemente, otra cosa.
Empezando por el principio de nuestra truncada modernidad, Brenan parte de la irreconciliable composición de las Cortes de Cádiz, que afectará a todo el siglo XIX. Hasta ese momento la Iglesia española es un instrumento de redistribución descendente de rentas y un vehículo -quizás el único, junto al teatro- de identificación colectiva. Brenan analiza con cuidado y precisión ese mecanismo que hizo de la Iglesia española una institución tremendamente prestigiosa entre una población que no tenía apenas referentes, pues las estructuras estatales o sociales previas a Napoleón eran, en el mejor de los casos, una abstracción intangible. La Guerra de la Independencia supone el cúlmen de esa tendencia, y probablemente el momento de mayor prestigio popular de la Iglesia española desde Trento. Sin embargo, a partir de la implacable represión tras la revolución de 1820 y de las sucesivas desamortizaciones liberales, la Iglesia se vuelve contra el pueblo que hasta entonces era su sustento y referencia y se vuelca en la defensa de los aristócratas latifundistas frente a la "nueva España" industrial liberal. Pasa de ser un elemento de equilibrio, apaciguador, a ser otro elemento de inestabilidad más, si no el principal, en manos de la reacción más violenta. Los algo más de cien años que van entre 1820 y el golpe militar de 1936 muestran ese proceso de atrincheramiento paranoide de la Iglesia española, en una deriva de histerización que termina con curas fusilando republicanos en plazas de toros y Franco bajo palio.
En 1909 la deuda pública supera el 100 % del PIB español. Todo ello era aún consecuencia de la derrota en las guerras de 1898 y los pactos de rendición que el Estado español se vio obligado a firmar. Sin embargo, inmediatamente, el país se ve beneficiado por una balanza comercial muy positiva por los preparativos y la propia Gran Guerra, que permite que apenas once años después, en 1920, la deuda pública baje al 33 %. La inigualable oportunidad histórica -otra más de esas extrañas "bolas extra" del devenir español- no fue aprovechada. Las élites financieras y latifundistas -que se habían ido fusionando tras la segunda derrota carlista- se aliaron para acumular enormes masas de capital monopolístico que siguen jugando un papel esencial, aún hoy, en la economía española. Es en ese momento cuando se crean muchas de las grandes fortunas actuales. En realidad es el segundo acto. La primera gran acumulación de capital se había producido a partir de 1834, con las desamortizaciones de los mayorazgos y de las tierras eclesiásticas, que provocaron una concentración privada de la tierra sin antecedentes. El liberalismo conservador de la Restauración dio alas y legitimó esa operación entre 1874 y 1931. La reacción golpista contra la República es la oposición furibunda de las élites beneficiarias de la Restauración (altos mandos -corruptos hasta la médula- del Ejército y la Iglesia, poder latifundista de índole rentista, etcétera) frente al ansia de modernización de los trabajadores y las clases medias, en muchos casos financiados secretamente por industriales que no sabían a qué carta quedarse, si a la de su clase social privilegiada o a la de sus intereses a futuro, que coincidían, en lo esencial, con la agenda republicana y, por tanto, con sus enemigos en las huelgas. El campesinado se rebeló donde pudo, y donde no pudo fue sometido con formas sádicas, incluso durante la II República. El bienio negro de la CEDA es aleccionador en este sentido. El terror extendido en el mundo rural -especialmente en Andalucía y Extremadura, pero también en las castillas y el norte- durante el Franquismo continuó ese proceso de cierre a la modernidad. El nombramiento de los jueces rurales -sistemáticamente la peor calaña delatora, ignorante y corrupta, con conocimiento agradecido de las autoridades de las capitales- y la vía libre a la Guardia Civil para que fuera ella misma hicieron el resto. El trauma aún perdura, y la radicalización política en los pueblos está presente en su precaria estructura ideológica: libertarismo épico o sumisión al cacique. La disidencia -no sólo política, sino de costumbres, pensamientos u omisiones- en el mundo rural español de 2016 sigue siendo motivo de exilio interior y, frecuentemente, exterior. Por poner un ejemplo, el silencio cómplice en torno a la incomprensible burbuja inmobiliaria rural sólo se entiende en comunidades absolutamente acríticas. Chirbes lo explica a la perfección en relación al caso valenciano: capas superpuestas de impunidad y delincuencia institucionalizada. Nada nuevo bajo el sol. Remakes de las fosas y el estraperlo en forma de plan urbanístico. De aquellos polvos, estos lodos, y de aquellos abuelos, estos nietos. En todo este contexto, probablemente la evolución del PSOE andaluz sea lo más repugnante, porque ha terminado siendo parte de los siniestros mecanismos que objetivamente había vencido electoralmente. El fraude es desolador, porque es doble: al conjunto del país y a la propia memoria. Difícil levantarse de ahí.
Brenan estudia la corrupción en el Ejército y su impunidad jurídica. Esa combinación fue letal para el presupuesto y para el propio Ejército, que fue perdiendo funcionalidad y terminó hundido en la más absoluta incompetencia. Las guerras coloniales las perdieron una numéricamente inmensa clase de oficiales y generales que se habían aislado del pueblo, al que despreciaban "a la prusiana". "Canalla", llamaba Alfonso XIII, delante de sus allegados, a sus súbditos y a su tropa. El desprestigio del Ejército español viene del 1898 y de las guerras africanas hasta 1931. Los reclutas volvían a casa -los que lo hacían- enfermos, hambrientos, y habiendo sido testigos de la incompetencia, la arbitrariedad y la corrupción de sus oficiales, que se percibían a sí mismos como pertenecientes a una casta hidalga superior. El servicio público de corte liberal, o un patriotismo democrático moderno, nunca formaron parte de sus horizontes mentales. Esa carencia esencial del patriotismo militarista español continúa hoy, pues se apoya en iconos y estructuras emocionales propias del totalitarismo: bandera como fetiche, símbología belicista, recreación del pasado ventajista y pseudoheróica, desprecio al común, sublimación y legitimación de impulsos socialmente patológicos, prestigio de la exaltación sobre la inteligencia, resentimiento antiintelectual, racismo, machismo, etcétera. Esa fue la levadura del antimilitarismo popular español, que creció soterradametne antes y durante el franquismo, y que se vio potenciado con la participación apenas disimulada del lobby militar durante la Transición. A partir del golpe de febrero de 1981 esa actitud pública sufrirá un cambio abrupto, porque el control mediático encuentra el modo de generar hegemonías ficticias que estos días vemos derrumbarse ellas solitas. El Ejército ha sufrido un lavado de cara paralelo al de la monarquía, e igualmente carente de sustrato real. A día de hoy el autoritarismo e inclinación al golpismo reaccionario son poco exhibidos fuera del ámbito militar. Hay gestos preocupantes con frecuencia, pero cuesta creer un regreso de los sables a la historia española. La circularidad de nuestro proceso debería hacernos desconfiar de esa supuesta "improbabilidad". El caso griego y turco en los últimos años es significativo, por no hablar de toda la ribera sur del Mediterráneo, donde los ejércitos continúan sin asumir su papel orgánicamente subalterno. Hay un dato que es especialmente relevante al respecto: el descontrol creciente por parte del Parlamento de gran parte del presupuesto militar en España, y la incapacidad de los grupos políticos de izquierda -y la falta de voluntad de los de derecha- para controlarlo. Esos procesos de asilvestramiento presupuestario no suelen augurar nada bueno, porque cuando aparece un poder ejecutivo que se niega a pasar por el aro de los aumentos arbitrarios de gasto sin control ni transparencia suelen aparecer los llamamientos a la grandeza de la patria y a evitar "males mayores". Probablemente no haya habido en la historia de la gobernanza española, en términos económicos y de gestión, mejor ministro de Guerra que Azaña. ¿Resultado? Se ganó el odio profundo y eterno de los uniformados. Además, los conflictos territoriales suelen resultar especialmente útiles en esas situaciones, dado que los partidos nacionalistas centralistas suelen azuzar el conflicto en tiempos de dificultades, con la torpe colaboración de los respectivos independentismos, que suelen llegar a este punto tan agotados intelectual y emocionalmente que no están para sutilezas estratégicas. Este es uno de esos endiablados rincones polvorientos del "laberinto" de Brenan. Exhibiciones de bajeza de colectivos privilegiados que se mezclan con la nunca resuelta estructura territorial y la crónica anemia cultural del Estado. Todo ello mezclado con una sociedad civil débil, que cuando levanta cabeza es para que se la aplasten entre la indiferencia del cínico -que no quiere problemas, sólo dinero- y la mansedumbre del esclavo entregado al sentir y voluntad del amo. La Educación pública es la única solución para estos choques irresolubles, y de hecho, el 15M es el resultado de treinta años de educación más o menos laica y democrática en los colegios públicos españoles, carentes de recursos, proyecto y leyes adecuadas, pero el mayor espacio de libertad generado en España en su historia. Jamás hubo tantos españoles leyendo lo que "no debían" como en el período que va de 1980 y 2010, a pesar de la extensión planificada de la administración de drogas ilegales y de muy mala calidad, del ocio más banal, de la sistemática destrucción de cualquier núcleo cultural no controlado y de la promoción del consumismo a mansalva. La Ley Wert es otra pieza de ese proceso, que busca volver a someter al proletariado español y devolverlo a las sombras del hambre y la violencia, de modo que cuando cíclicamente se rebele lo haga de la forma más desestructurada y violenta posible, y la represión "restauradora" parezca lógica e inevitable. Eliminar humanidades y sustituir la cultura libre por espectáculos deportivos lobotomizantes va en la misma dirección. Una educación dual entre "listos" y "tontos", o entre "trabajadores" y "vagos" busca, en realidad, desarticular la sociedad, volver al menestralismo, al oficial disciplinado que no se mete en problemas frente a una élite "educada" que sabe lo que hay que hacer con sólo mirarse a los ojos: conservar privilegios.
Brenan continúa con su análisis en las primeras décadas del XX en Barcelona. Allí, la Rosa de Fuego brilla ardiente y generosa. El heroísmo y la inteligencia de los obreros industriales consiguieron que las contradicciones del capitalismo local se multiplicaran hasta un paroxismo surreal. Huelgas repletas de infiltrados pagados con dinero alemán, asesinatos políticos programados por conspiradores de la corte madrileña, gobernadores psicópatas -Martínez Anido, Miláns...- y desorden, terrible desorden, maravilloso desorden. Barcelona nunca volvería a ser la misma. Aún hoy sigue sin ser la misma, gracias a aquellas tres generaciones de anarquistas -y más de 700 muertos hasta 1923- que lograron convertir su miedo en acción y posibilidades reales de transformación. Se instaló la expulsión del territorio como mecanismo de "limpieza". Esas sucesivas expatriaciones masivas fructificaron en Latinoamérica de manera fantástica y efervescente. La participación de los "catalanes" en la construcción del imaginario y de las primeras estrategias políticas de todas las izquierdas latinoamericanas es asombrosa, desde México a Tierra del Fuego. Seguir ese rastro cosmopolita es una de las tareas pendientes de la cultura política española, si algún día quiere librarse de la bajeza provinciana que la encadena. Los anarquistas catalanes -muchos de ellos nacidos muy lejos de Barcelona- eran líderes naturales, porque habían aprendido en ateneos populares a pensar, y en las calles, y frente a un estado del Antiguo Régimen, a actuar. Leían más a Tostoi que a Bakunin, más a Cervantes que a Marx. Eran, en síntesis, neocristianos eficaces, trabajadores, valerosos y amables, ansiosos por aprender, vivir y luchar, más liberales que los liberales, y más socialistas que los socialistas. Frente a ellos, además del estado español, absoluta antigualla esclerótica dirigida por asesinos ignorantes, una clase burguesa industrial presa de su idioticia y cinismo. Brenan ahonda en el ridículo de la Lliga y de Cambó, y de las mil y una traiciones al pueblo y al proyecto nacional catalán que llevó a cabo esa facción de pusilánimes y oportunistas. La República Catalana no nació durante la II República por las traiciones y estafas que la propia clase dirigente catalana infringió a su comunidad durante todo el primer tercio del siglo XX. La repugnante colaboración con el franquismo -y su prórroga pujolista- explican también parte de los retrasos históricos de la nación catalana.
El autor, en el estudio de los años de Primo, es generoso con la figura del jerezano, que aparece retratado como un personaje astuto y tonto a la vez, con encomiables intenciones y lamentables resultados. Parodia involuntaria de gobernante y por momentos entrañable, Primo tuvo todo en su mano para una regeneración del estado y la construcción de una democracia liberal solvente. Desaprovechó todas las oportunidades por incompetente y fanático de su propia ignorancia. Una vez más, la élite no estuvo a la altura de las circunstancias. La descomposición del estado restauracionista tuvo también en Alfonso XIII su máximo exponente: un rey aventajado receptor de todos los rasgos de sus maestros y cómplices, compendio de corrupción, bravuconería, pereza, crueldad y vacío. En conclusión: otro borbón putero y banal. Uno más.
Mientras tanto, el pueblo organizado se preparó en la sombra para construir la república. La generación de líderes sociales más espectacular de la historia contruyó en la clandestinidad una red de lucha y solidaridad a una velocidad y con una solidez admirables. Al leer a Brenan la Generación del 27 queda al descubierto como lo que es, la parte emergida en la cultura oficial -tal y como la entendemos hoy- de un movimiento cultural y democrático asombroso. Y aquí está, para mí, la clave del ensayo, su grandeza y su tragedia. Para Brenan, en 1946, es imposible que un dictador pueda permanecer mucho tiempo en el poder, porque el pueblo español -es decir, la clase obrera y campesina española- tiene una dignidad y valentía fuera de toda duda, y jamás se dejará seducir por el totalitarismo ni podrá ser sobornada por un falso bienestar que la silencie. Piensa Brenan que el ansia de libertad del pueblo español es más fuerte que la encerrona a la que le quiere conducir la élite más reaccionaria, ignorante e inmoral de Europa. Y lo más terrible es que Brenan tenía razón, con un pequeño gran matiz. Brenan no volvió tras la derrota de la República para documentarse. No pudo. Escribió el libro en el exilio de lo que se había convertido en su país y su casa, y su relación con España, a partir de la derrota, fue con otros exiliados. No hubo testigos del demencial proceso de castración social que supusieron los años de la autarquía postbélica. No son sólo los cientos de miles de muertos y los millones de represaliados, sino una política de terrorismo de estado de enorme proyección y éxito. Ese pueblo español del que habla Brenan -el que construyó una república vanguardista en lo jurídico, lo social y lo cultural- fue borrado de la faz de la tierra, sus artífices a ras de pueblo torturados y asesinados, y sus familias y círculos cotidianos represaliados hasta extremos propios de culturas primitivas. Solamente la idea del Valle de los Caídos -un líder enterrado junto a 30.000 cadáveres de sus enemigos, previamente esclavizados para la propia construcción- es más propia de la Edad del Bronce o de la expansión mogol que de un gobernante occidental del siglo XX. Ese salvajismo, que entronca con la locura alemana, sí, pero también con la de la Guerra de la Independencia, con la de las Guerras carlistas, y con la de la conquista americana, confluye y forja una determinada forma de ser español, ajena e impermeable a la modernidad, a la cultura, y, en ocasiones, y paradójicamente, al mismísimo cristianismo. Aparece esa energía esencial de la negrura más profundamente medieval. La herida del genocidio franquista es de una trascendencia inabarcable, porque tiene los tintes del holocausto nazi, pero sin un polo programático que pueda articular el concepto de shoa. Por eso Brenan, aún equivocándose, no se equivoca, porque no es el mismo pueblo, porque nunca más volverá a ser el mismo país. El desconocimiento de la reprogramación que supuso la autarquía y el genocidio afectó a prácticamente todos los intelectuales interesados en la España del siglo XX, desde Max Aub a Albert Camus, que siguieron viendo -o, al menos, lo intentaron- en el pueblo español las cualidades que asombraron e inspiraron a todo el Mundo en los años de la II República y en la resistencia al fascismo tras el golpe. De hecho, los propios españoles republicanos sufrimos habitualmente esa repetida caída del caballo de la esperanza, porque nos cuesta -quizás no podamos- asumir que el franquismo cumplió su principal proyecto: aniquilar no sólo la república, sino el sueño y el deseo que la animaba. Las figuras poéticas de la realidad y el deseo, los repetidos trasuntos de Quijote y Sancho, reflejan algo muy íntimo de nuestra forma de ser: una cierta incompetencia para asumir la realidad, y la capacidad de transformarla apelando a instrumentos emocionales e intelectuales de una ligereza y gracia incompatibles, aparentemente, con la pocilga caciquil que es nuestra historia real. Y, sin embargo, se mueve. El 15 M es la prueba.
Cuando analiza la estructura productiva del país, Brenan descubre una nueva paradoja: los lugares en los que la lucha por la libertad es mayor es en aquellos en los que la situación de los obreros es menos desesperada porque la productividad es mayor. Pese a todo, cuando llega el primer tercio del siglo XX la situación general es desesperada. Andalucía y Extremadura están hundidas en el hambre más atroz, y la organización popular es imposible. La violencia es primitiva y extensiva, y la catástrofe mayúscula. Echando la vista atrás encuentra el autor un momento clave: 1248, la toma de Sevilla por Fernando III. A partir de ese momento se instalará en la mitad inferior de la península el sistema de ganadería extensiva que continuará primando hasta el siglo XVIII y que aún en los años sesenta del siglo XX seguía vivo. En 1278 se establece la Mesta y la ganadería lanar derrotará en todos los frentes a la agricultura intensiva irrigada ideada por los árabes y que dio lugar durante siglos a un frágil y rico equilibrio de la economía andaluza y levantina. Todos los intentos ilustrados y liberales fracasan porque el asentamiento del latifundismo ganadero es absoluto, y ese poder penetrará todos los órganos del estado, parasitándolo primero y confundiéndose con él más tarde. Durante el franquismo ese poder atravesará rápidamente la fase industrial -que les repugna- y se hará financiero, tal y como lo vemos hoy. Probablemente la Mesta sea la institución más importante y dañina de la historia de España. Más dañina que la Iglesia o el Ejército, que ya es decir. Esos tres actores han paralizado las posibilidades de modernidad una y otra vez, destrozando el país, costase lo que costase. En ese contexto de impotencia frente al caciquismo, curiosamente Brenan señala lo local, lo municipal, como uno de los focos de resistencia más importantes. Más incluso que las grandes urbes, lo cual no deja de resultar paradójico. Quizás Barcelona y Valencia sean dos excepciones, pero en general el caciquismo español ha dominado el ambiente urbano, dándole a las ciudades ese toque provinciano que aún hoy se aprecia. En nuestro días la posición de un tipo como Florentino Pérez en Madrid es sintomática. Si alguien puede decir "esta es mi ciudad" es, sin lugar a dudas, Florentino. Este hecho ha venido sucediendo desde hace siglos, anulando las pocas posibilidades de construcción revolucionaria o contestataria de "la Corte". La resistencia, la contracultura política, se ha desarrollado en ciudades periféricas, y en núcleos menores con fuerte presencia industrial o con especificidades propias. Es interesante cómo Brenan ata su análisis a datos geográficos físicos, en la tradición ilustrada, de los que saca conclusiones. De algún modo pretende deshacer el mito de la España eterna e incomprensible que aún en 1947 primaba en gran parte de Europa. A pesar de la sorpresa de la II República, el posterior destrozo y vergüenza que supuso Franco, más aún despues del fin de la II Guerra Mundinal, fue aceptado, entre otras razones, por la extensión del mito de la salvaje e incomprensibe España. En el fondo es la misma estrategia mental que usamos hoy en día en relación a otros muchos países del tercer mundo, a los que en lugar de intentar entender, borramos del pensamiento con supuestas naturaleza inalcanzables para extranjeros. Brenan, por el contrario, no busca hacer más extraño lo extraño -como hacían, en su propio interés, los vendedores de especias fenicios a Herodoto- sino hacerlo cercano y comprensible, animado por un internacionalismo sincero, y un humanismo universalista. Mucho que aprender de esta actitud de Brenan, nada soberbia y llena de amor y paciencia.
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Desgrana las "españas" Brenan. Identifica esencialmente tres, surgidas de la resistencia a la invasión napoleónica y configuradoras del país moderno: la libertaria colectivista (comunista o anarquista), la liberal (socialista o conservadora), y la carlista (tradicionalista o simplemente autoritaria). Esas tres corrientes basculan a un lado u otro, pero en términos generales se puede apreciar una problemática alianza entre "liberales" transigentes y ultraderecha dueña del país. El resultado es el aplastamiento de la España libertaria, internacionalista y localista, autogestionaria y furiosamente republicana. Esta España la caracteriza como un reducto de la hidalguía y la fantasía del cristianismo y ruralismo primito, y la considera lo mejor del país, lo más digno, la manifestación más potente y capaz. Las otras dos son, por un lado una importanción colonialista y, por otro, una pura y dura patología histórica. Una trenza imperfecta, en la que los pelos siempre los pierden los mismos. Cuando, ocasionalmente, y de forma totalmente marginal, alguna de las otras dos partes -la liberal o la ultra- pierden algo, queda reflejado en nuestra historia como una época de terror y caos, porque el terror y el caos de los de abajo se entiende que forman parte de su ser, que la vida es así. Esa interpretación sesgada arruina la lectura fructífera del pasado, que siempre es leído como una repetitiva caída en el error, sin sacar conclusión alguna que no pase por el miedo y la necesidad de "imponer orden" a "la canalla". El anticomunismo furibundo actual -con todas sus mentiras y sus fantasmas grotescos y falsos- bebe de esa tradición, y elimina el óxigeno del debate, haciéndolo imposible. Para mirar al futuro desde el rincón de la libertad hay que aferrarse al optimismo antropológico más infantil, porque todo lo demás lleva, sencillamente, a la rendición. De algún modo, la España libertaria se dedica a levantar el precio de las rendiciones de la España liberal ante la España ultraderechista, que es la que siempre ha mandado. Cada concesión arrancada a los dueños del cortijo tiene que ir precedida de miles de desgracias, que después desaparecerán del relato, y vuelta a empezar. Mientras tanto, discusiones interminables entre iguales, culpándose mutuamente de lo abrupto del terreno.
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