En la orilla, de Rafael Chirbes

En un pueblo de Valencia está todo el siglo XX. Las traiciones y carnicerías, y sus consecuentes silencios y rendiciones. Todo. La larga marcha de una derrota repetida una y otra vez, como un eco de pesadilla. Chirbes lo mezcla con el barro, con el serrín, y con el ladrillo. Un marjal. Un pantano. La verdad tiene calidad lacustre y tóxica, habitada por seres microscópicos que se meten dentro de uno. La verdad es verdosa, maloliente, y anuncia muerte a su portador. El paludismo amarillo del huido, aterrorizado por las partidas de los padres de los futuros constructores de imperios frente a la costa. La mentira, por el contrario, tiene todas las cualidades de la falsa asepsia industrial: transparente, inocua, insípida, omnipresente.
        Esteban, el carpintero. El hijo del viejo republicano derrotado que anotó en el revés de los calendarios los pasos a la liberación que nunca se produjo: París, Varsovia, La Habana... Y el desconcierto: Praga y ese 1968 incomprensible y verdoso como el agua del pantano. Ahora el viejo agoniza, silente y despreciativo, amargado. Hiel sofocante. La familia como fuente de tristeza, de lejanía íntima. Caín y Abel. Saturno. El desastre. La condena que pasa como un virus de generación en generación. El hijo que no se agarra a la fantasía pseudocristiana de los viejos comunistas, que veían en el sufrimiento lejano en el tiempo y el espacio un episodio propio, como las partículas en espejo en universos gemelos, como las fantasías de Condorcet. Mientras tanto, no veían a sus hijos, a sus mujeres, a sus hermanos. Pasan por la vida negándose a vivirla, en un inútil acto de dignidad condenada al fracaso. Condenada al suicidio en vida, tras la condena a muerte, a la pobreza y la exclusión, al silencio, al exilio secreto de los pueblos... la condena al fracaso. Ese fracaso injertado, esencial, autoinculpatorio, autosaboteador. Enseñados a perder. Enseñados a destruirse a sí mismos.
       Esteban, el hijo del derrotado, vuelve a ser derrotado en un último momento de traición: un crédito que le va a servir para aprovecharse, también él, igual que los otros, de la burbuja inmobiliaria. Un carpintero sin vocación que especula, y la burbuja le cae encima, y le arrastra la marea. La derrota definitiva. La definitiva humillación.
           El triunfo de la bestia marca el inicio de la bajeza que impregna todo. La fantasía de un cuerpo social basado en la brutalidad darwinista más despiadada y que, al mismo tiempo, exhibe "normalidad". Esa normalidad "nacional-cuñada". Esa normalidad... Normalidad enterrada en serrín, en putas, en copas, en cocaína, en soledad. Chirbes, en esta ocasión, habla de hombres. Hombres que sólo saben ser machos, con todo lo patológico que eso entraña. Hombres que no saben enfrentarse a la muerte, ni a la ternura. Que no saben morir. Que no han sabido vivir. Que se aferran a la medicina como un fetiche patético. La mujer es Liliana, una colombiana que añora, que sufre, que engaña, que sueña con un cielo que no termina de comprender.
           La guerra contra las mujeres de esos hombres es nuestra Historia. La mujer es la ejemplificación de la víctima, su encarnación inmediata. La violencia contra ellas es la violencia general ejercida sobre lo que está más a mano. La violencia contra los niños queda para el ámbito privado, especialmente eclesiástico. Pero a la mujer está aceptado. Forma parte del paisaje cotidiano.
            El concepto del residuo es importante. Residuos. Eso somos. Los restos de un millón de naufragios, que se vuelven a levantar una y otra vez, dejando ver su vientre pútrido, de trastos mohosos. Vientre desdentado. Vacío maloliente de muertos mal enterrados. Todo mal enterrado o por enterrar. Sucesión de impunidades.
              Chirbes cita a Morán, y una de sus frases al referirse a sus cohetáneos conectados con el poder y el dinero: "élite en posición de saqueo". Mezcla Chirbes la gastronomía, la política y la especulación. Todo ello como una extraña herencia de los padres del anterior régimen, que habían construido los puentes de plata que, durante años, dijeron odiar. Esteban y Francisco. Nieto de víctima e hijo de victimario. Entre medias, la religión, Ibiza, la pátina europea de un fenómeno cainita que hunde sus aromas en lo más profundo del desierto, en la atroz ferocidad nocturna del asalto y el saqueo.

             Chirbes y Calatrava. Chirbes y Morán. Chirbes y Felipe González. Chirbes y Valencia. Chirbes y España. Chirbes y la vida. La puta vida. Chirbes arrinconado. El perro flaco. El raro que admira a don Benito Garbancero en la era del diseño de interiores y del horror de exteriores. Ese avión, camino de otro paraíso a contaminar. Esos españoles por el mundo, sedientos de negocios, putas y cocaína. Todas las toneladas de Ribera del Duero y mentiras. Tremendo, Chirbes. Atroz. En la senda de los grandes. Muerto antes de tiempo. Como otros muchos grandes.

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