Feder, o el marido adinerado
Es un texto inacabado. Stendahl dejó varios. De nuevo, el tema es el ascenso social, el arribismo en la Francia postnapoleónica. Este ascenso se lleva a cabo por medio de relaciones personales, de poses y elaborados planes de escenificación social. Está el tema del pintor fracasado, sin talento, que tanto le gustaba a Somerset Maugham. Y Stendahl lo trata de la misma forma. El arte no revelado o llevado adelante por alguien incapaz, corrompe el espíritu, y crea monstruos. Un artista frustrado es peligroso: o daña o se daña. A Stendahl le gusta el tema de la mediocridad, porque encuentra en él una clave de su tiempo y, en cierto modo, del hombre medio. La nostalgia de las grandes fechas de la generación anterior le marcó, al igual que a Maupassant. Añoran esos tiempos en los que cualquier hombre estaba al borde de la heroicidad por el simple hecho de pasar por allí. El, en cambio, pertenece a la generación de la Francia burguesa, de la restauración, de la falsedad. Como contrapartida y extensión de ese artista infecundo o mediocre aparece el triunfador de la época (que se parece mucho a la nuestra): el nuevo rico, el burgués obsceno y bestial, que obtiene cuanto se le antoja en una sociedad lisiada moralmente, incapaz de imponer un mínimo de cordura frente al beneficio especulativo de unos pocos. Este tema continúa hasta ahora mismo, porque la novela europea siente obsesión moral con el capitalismo. Es un tratamiento, en este sentido, monótono y repetitivo, que pasa por Zola (El dinero) y llega hasta las películas contemporáneas de Costa Gavras. Está ausente esa secreta admiración por el mafioso que recorre el cine de Scorsese o Coppola y la novela épica capitalista norteamericana. Ese personaje, en Francia, tiene especial trascendencia, porque desde el Antiguo Régimen la configuración de una élite de "discretos" a la manera de Gracián ha sido constante y podría decirse que "oficial". Pero el capitalismo busca la cancelación/asesinato de la maquinaria historica, y se produce una identificación más allá de las características del lugar o el tiempo en que se vive. La economía capitalista especulativa cincela las sociedades, y las hace globalmente similiares. Por eso el personaje del burgués zafio de provincias que pasa por encima de los cadáveres (morales y, si es necesario, físicos) de sus contemporáneos continúa dando juego. Continuamos controlados por este tipo de persona: el triunfador nato que asciende por pura voluntad, por puro deseo, por pura amoralidad, por tener una superior capacidad de disociación entre el nosotros emocional o familiar y el nosotros social (en el que no cree).
El tema del amor es tratado con crueldad, con burla. Hay en Stendahl algo de Sade, de desprecio de la virtud, y de transformación de dicha falsa virtud en un fetiche sexual más. El tema de la concupiscencia de la virtud induce una electricidad especial y cómica al conjunto. Reirse de un burgués zafio no tiene la mitad de gracia que reírse de dos amantes atormentados. Igualmente hay un puntito volteriano al respecto, que el propio autor subraya. Esas menciones le sirven, también, para arrasar con el concepto restaurador de la cultura, basado en la nostalgia y la desactivación intelectual. La cultura en mi tiempo, parece decir Stendahl, es una pura y absoluta farsa. Nadie piensa. Todos venden. Venden productos, sentimientos, poses, percepciones, inteligencias, corazones... En este sentido, y debajo de todas las capas de cinismo, Stendahl es un romántico, un misántropo moleriano, un amante de la verdad. Stendahl no es decadente. La sociedad que le rodea lo es.
La edición de Funambulista incluye un final escrito por Martine Furno. Es un final posible y desesperanzado, acorde con el espíritu de la obra, en la que no se salva nadie, a excepción del propio deseo de vivir en los jóvenes, hacia el que Stendahl tiene mayor simpatía. Todo lo demás es corrosión. Hermosa corrosión.
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