El futuro de la democracia. Norberto Bobbio.
1984.
Cuatro conferencias. La primera de ellas pronunciada en el Congreso de los
Diputados de Madrid. Equivalente en teoría política al idealismo fanático del
comunismo fundamentalista, pero en clave "social liberal", suponiendo que alguien sepa qué significa eso. Las ideas vuelan, van y
vienen, con una ligereza sospechosa. Finalmente todo se reduce a
contradicciones entre “el ideal” y la “tosca materia”.
Primer elemento clave: el secreto.
Poder y secreto. Poder y misterio. Cuanto mayor es el misterio que rodea al poder,
menos democrático es. El principio fundamental de la democracia está en la
transparencia. La política de gabinetes cerrados ha provocado docenas de
guerras en todo el mundo, especialmente en Europa durante la preminencia de las
monarquías absolutistas que, en su esencia, contaban con el secreto de estado
como base funcional. El origen y la legitimación religiosos colaboraban a
profundizar esta noción de privilegio de secretismo absoluto del gobernante. El
arbitrismo de la corte barroca española es un coletazo teórico de algo que, en
la práctica, se sigue practicando. El proceso contra Assange y Manning es un
buen ejemplo de ello. Los GAL o los meganegocios petroleros son otro. Las
guerras que derivan de esa diplomacia secreta son evidentes. Las campañas
electorales son otro ejemplo. La opacidad en cuanto a la procedencia de los
fondos de los partidos políticos otro.
El contrapeso al secreto político
vendría dado por los medios de comunicación. La cartelización de los medios es
la muerte de la democracia y de la posibilidad de avanzar hacia ella. Por otra
parte, no es importante el contenido del secreto. Lo importante es la calidad
del secretismo en sí. Cuanto más estanco es el ámbito de toma de decisiones,
mayores son las posibilidades de avanzar hacia la tiranía. El secreto se
afirma, entonces, por su propia existencia. En ese contexto, el secreto se
disfraza de “dificultad técnica”. La tecnocracia es un concepto que sirve para
desconcertar a la población. Se inunda el espacio comunicacional con datos e
hipótesis de imposible comprensión, y con ello se consigue patrocinar la
apatía, el alejamiento, y, por tanto, afianzar el secreto como arma de control.
Bobbio señala el estado de
melancolía creciente que se aprecia en la democracia parlamentaria, por
inacabamiento o por pura contradicción entre la realidad y los principios
fundacionales. Ejemplo claro de ello es la propia constitución española. No es
que el proceso de desarrollo de la constitución del 78 se haya desviado de su
intención inicial. Es que los que han liderado ese proceso se han encargado de
que avance en la dirección contraria. La melancolía, la apatía, que se
manifiesta en los crecientes índices de abstención y en la renuncia a la
participación política de gran parte de la población, deriva de la convicción
de que nada cambiará, y de que si sucede, ese cambio no se deberá a su
participación. La melancolía viene también dada por la pervivencia, en
estupendo estado de salud, de las oligarquías y de los poderes invisibles en el
seno, en el centro mismo del secreto. El Club Bilderberg, y todos los otros
clubs que no conocemos pero de cuya existencia no dudamos, desactivan
igualmente la democracia parlamentaria como mecanismo de
entendimiento y avance. La presencia de esos “superelectores” desactiva la
esperanza democrática, que junto a la participación política de la población,
equivale en sí misma a la propia democracia. El resultado de esa ausencia de
esperanza es la rendición, y la rendición se enquista en la sociedad en una
forma difusa y agotadora de cansancio y desconfianza, de envilecimiento. Eso que se percibe con tanta precisión cuando vuelves a montar en metro
en Madrid después de un tiempo sin estar en la ciudad. Las heridas del
franquismo, de la gran derrota democrática de 1939, se siguen percibiendo en
los cuerpos. El Madrid del “no pasarán” continúa enterrado en el miedo difuso
de esos ciudadanos postmodernos y consumistas que viajan de Aluche a Canillas.
En el escenario se siente en la desconexión entre palabras, cuerpos y
sentimientos. La derrota y el cinismo se adueñan de todo, lo aclaran todo, lo
interrumpen todo. Se extiende una desconfianza absoluta y generalizada que
afecta, hoy, incluso a aquellos que pierden sus trabajos o su familia, que miran
su propia vida con indiferencia aterradora. Este relato de la sutil derrota en
los cuerpos de los españoles se convierte en enloquecida evidencia en los refugiados
africanos. De este modo, la política se encarna en los cuerpos, los contamina,
los condiciona.
La cultura política tiene niveles de
percepción diferentes. Bobbio, un idealista perverso, habla de la cultura
política en términos únicamente racionales. Citando a Stuart Mill, habla de
cómo esa “educación para la ciudadanía” es lo único que puede ayudar al obrero
a conectar los acontecimientos de su vida con cuestiones generales, con
acontecimientos geográfica o temporalmente ajenos a su experiencia. Sin
embargo, la cultura política tiene niveles de manifestación e internalización
que van más allá de los currículums escolares. Cádiz o Creta son dos ejemplos.
El primero de derrota. El segundo de pervivencia de dignidades lejanas y
persistentes.
En Los juegos del hambre, el presidente de El Capitolio, interpretado
por Donald Sutherland, habla de la esperanza como la única energía social más
poderosa que el miedo. Sin embargo, menciona la ambivalencia de su uso y
ejercicio. La compara con una substancia altamente explosiva. Utilizada con
mesura y sabiduría corre a favor del poderoso. Utilizada imprudentemente puede
generar “el caos”, y la esperanza convertirse en perspectiva real de
insumisión. Las imágenes de la toma de la comisaría de Livorno en los primeros
días de diciembre de 2012 han tardado en filtrarse a los medios masivos.
Finalmente, en España, lo ha hecho ABC digital, con el fin de aterrorizar a sus
lectores. Ningún medio “progresista” se ha atrevido. Se fían menos de la mesura
y sabiduría de su uso entre sus lectores. La sensación que provocaba ver a los
policías italianos retrocediendo ante los jóvenes que habían torturado durante
los días anteriores provoca una increíble sensación de vértigo, y las palabras
empiezan a pesar.
La medición de la transparencia es
la medición de la democracia. Sin embargo, vivimos tiempos en los que la
transparencia no puede estudiarse únicamente como emisión de información, sino
de su jerarquización en el conjunto de mensajes emitidos. La sobreinformación
contemporánea tiene ese único objetivo. Es significativa esa nota interna que
acompaña desde hace pocos años a imágenes difundidas por Reuters: “esta agencia
no puede garantizar la procedencia ni la veracidad de la imágenes difundidas”.
No por ello dejan de hacerlo, a sabiendas de que el medio que las compre no
incluirá, en la casi totalidad de los casos, esa nota, y que serán difundidas
como material de procedencia certificada en cuanto a las fuentes. De este modo
se embarra la cancha. Se consigue con ello que el nivel de la realidad se
deslice hacia el de la ficción, a la pérdida de solidez de la información por
sí misma. La prensa “embeded” durante los conflictos es otra estrategia.
Finalmente se llega al siguiente método, que es más grosero, pero no menos efectivo:
la difusión de información que es, sencillamente, falsa.
En mitad de todo este sistema de
tergiversación, a la población, en cambio, se le siguen emitiendo mensajes
construidos en torno a principios tradicionales: la seguridad jurídica, el
respeto a la ley, la prudencia por respeto a la comunidad, el sentido de
estado, el principio del trabajo, el espíritu de cuerpo social, el
compañerismo.
La incoherencia de Bobbio es
constante. Pero da igual. Fue un buen instrumento para consolidar el discurso
liberal de los últimos cuarenta años. Leerlo ahora es divertido porque queda
claro el mecanismo de falseamiento. Bobbio describe la democracia como una
“forma”, una estructura, que le da sentido al quehacer social, encauzando los
conflictos. Podríamos decir lo mismo de la Justicia, como un gran entramado de ratificación
de las decisiones previas de los poderes económicos. Según Bobbio, la
democracia representativa equivale al gobierno de las leyes, en contraposición
a la democracia de los hombres. Aznar puede decir en menos de un minuto “yo
cerré el proceso constituyente español” y “lo importante es cumplir la ley”. Es
decir, el gobierno de unas leyes que nadie se ocupa en preguntar cómo han sido
escritas. Por medio de ese salto conceptual, de esa pregunta olvidada, el
ciudadano se encuentra ante la obligación de cumplir unas leyes por un
imperativo objetivo, sin tener capacidad para preguntarse por el origen de ese
estado de cosas. Ha llegado el momento en el que los representantes del poder
financiero reclaman el cumplimiento de la ley como un imperativo absoluto. El
trabajo ya está hecho. La modificación de la constitución en 2011 fue el último
paso. La maquinaria ya está engrasada. Ahora solo toca morder y arar. La
transformación del hombre en mula de carga ya se ha establecido. Y cualquier
modificación a partir de ahora que no esté diseñada por la élites económicas
será considerada ataque a la democracia y a la libertad. Cualquier cambio será
“dictatorial” o “totalitario”. Y al mismo tiempo se agita el espantajo del
capitalismo renano o de las cooperativas de Mondragón como ejemplos a seguir en
el futuro, cuando el diseño de este estado de cosas no tiene nada que ver con
esas nuevas arcadias fabricadas en las cavernas universitarias sufragadas por
iglesias y mafias empresariales. En el futuro está Las Vegas y Singapur, no
industrias y ciudades habitables. El problema no es la corrupción punible, sino
la propia fiscalidad, que es una forma de corrupción inmensa e
institucionalizada. El problema no es el B, el problema es el A.
La direccionalidad de la
representación es ascendente, en cuanto la democracia representativa parte del
principio de soberanía popular. Sin embargo, la ausencia de transparencia
elimina la posibilidad de controles, y deslegitima el sistema. No hay
fiscalización del poder por parte de los ciudadanos, y solamente se produce esa
fiscalización cuando una lucha intestina entre poderosos desemboca en un
accidente, equivalente a un vertido químico, pero en términos jurídicos.
Entonces el ciudadano tiene la ilusión de estar asistiendo al resultado de una
fiscalización inexistente, dado que el “castigo” se ha producido tras una
investigación secreta llevada adelante por un juez en colaboración con la
policía, es decir, llevada adelante por funcionarios controlados por la misma
mafia que ha dejado caer a uno de sus miembros por irresponsable, idiota o
incompetente. Díaz-Ferrán es un ejemplo claro. Gao Ping un ejemplo de alguien
que no es ni tan irresponsable, ni tan idiota ni tan incompetente. Por otra
parte, el ejercicio del control democrático sobre el representante exige al
delegatario competencia, constancia y voluntad. El sistema educativo y cultural
se ocupan de que eso no suceda. Por cada ciudadano activo que consigue
atravesar la malla de la inacción y la sobreinformación hay veinte que no lo
hacen. De esos veinte, más de la mitad se conforman con ejercer el derecho al
voto de forma ciega. Los demás, se quedan en casa todo el año. El resultado: la
democracia representativa actual es el sistema totalitario más alambicado,
excéntrico y caro de la historia. Una cabalgata de carnaval que continúa año
tras año, dando vueltas a un sambódromo espectacular y apartado del lugar en el
que se toman las verdaderas decisiones. En Haití hablaban de cómo los presidentes
se subían a un coche sin motor cada vez que venía un visitante, y cómo hacían
ruidos de motor con la boca, intentando hacerlos pasar por reales. Bicicleta
sin cadena. Un juego de abalorios extenuante.
Bobbio cierra el círculo apenas
empieza. Nos advierte de que hacer previsiones o proyectos ambiciosos a futuro
no es más que un ejercicio de demagogia o despotismo, o de ambos. Es decir,
partimos de la muerte de la utopía. Su principal misión es matar la utopía. Y a
partir de ahí, hablar de formas, de conceptos, de ideas, estructuras. A partir
de ahí hablamos de las leyes, no de los hombres.
Un estudioso de la democracia se
dedica a desarmar las posibilidades de una democracia real. Es decir, a
aminorar el impacto de las propias reflexiones sin llegar a abandonar el campo.
De nuevo, la esperanza en su medida justa. Suficiente para que te levantes cada
mañana y produzcas pero no suficiente para que llegues a pensar que realmente
puedes cambiar las cosas. En ese supuesto estado de inestabilidad, en ese tibio
caldito de corrupción y rendición, Bobbio aporta el concepto de “poliarquía”.
Ya que el pueblo no puede llegar al poder, al menos que las oligarquías se
peleen entre ellas. Pero esto es falso. Las luchas intestinas entre el poder
siempre tienen una intensidad menor que su tendencia a la cartelización y al
monopolio. Estos equilibrios solo se rompen ante la aparición de megalómanos.
Esos megalómanos son eliminados o situados en una posición de privilegio
especial. Hablar de igualdad de derechos en este contexto es grotesco. El
razonamiento hace aguas por todas partes. Bobbio me recuerda a un jefe de
máquinas de un barco hundido disertando sobre el motor diésel. Pero insiste: la
representación “ha degenerado” en representación de intereses corporativos, no
de los verdaderos intereses individuales de los ciudadanos, que según él, son
los únicos legítimos. De este modo, la izquierda política entra en el juego de
la crítica difusa, embarrando más, si cabe, cualquier posibilidad de
entendimiento. De aquí bebe la teoría extendida a marchar forzadas en el último
año y medio sobre las “élites extractivas”, como un nuevo descubrimiento del
fuego. Habla Bobbio del “desquite de los intereses”, poniendo en marcha de
nuevo la fantasía de una arcadia intocable y pura de democracia representativa
traicionada por grupos corporativos (nunca por corporaciones solo, claro).
Menciona Bobbio a Dahrendorff y su
idea del ciudadano total que participaría diariamente en la toma de decisiones
por medio de la democracia computerizada, lo que ahora llamaríamos
ciberdemocracia. Sin embargo, advierte de que la inclusión de los ordenadores
en el proceso democrático favorece al jugador con mayor nivel técnico y
económico, es decir al estado, según él. En mi opinión son las corporaciones las
que tienen ese poder actualmente. La deslocalización de capitales o la puesta
al servicio del capital de los instrumentos tecnológicos de control de los
estados son dos ejemplos. El ciberespacio favorece, según Bobbio, al poder,
porque todo aumento de control sobre el poder a través de la red vendrá siempre
contrapesado por un mayor poder de control. También es verdad que Bobbio no
conocía internet cuando escribía esto, y que habría que leer todas sus palabras
como maniobras, más que como ideas inocentes.
La única democracia real sería la
democracia capilar, fractal, que se extendiera a todos los niveles de
intercambio social sobre bases de igualdad y legalidad. Pero ese desarrollo
está bloqueado, desde el momento en que todos los contratos están condicionados
por la protección de la propiedad privada, no de los derechos individuales.
Cuando la patronal habla de seguridad jurídica y los gobernantes incorporan ese
discurso a su trabajo legislativo, nadie menciona que los derechos laborales
forman parte de esa seguridad jurídica, y por tanto, la seguridad jurídica se
convierte en un eufemismo de “derecho a la propiedad”, y este derecho queda
consolidado sobre cualquier otro, sea fundamental o no. La seguridad de la
inversión está por encima de la mortalidad infantil en cualquier país “serio”.
Este razonamiento, asentado y ratificado por los siglos, elimina el sentido de
este y de cualquier sistema. Hay una diferencia esencial entre “las promesas
incumplidas” y un camino que va en dirección contraria de las premisas
iniciales. No es una diferencia de matiz, es una distancia absoluta, un
enfrentamiento absoluto, una mentira total.
¿Cuáles son las premisas?
Progresividad fiscal, federalismo y descentralización administrativos,
ampliación de libertades y participación política, extensión de derechos,
igualdad de derechos, justicia social, equilibrio económico redistributivo e
igualatorio, incentivos al conocimiento y desarrollo personal, transparencia de
los procesos de toma de decisiones, democratización de los procesos
electorales, extensión capilar de los procesos democráticos a todos los ámbitos
de la vida social, transparencia…
Es estado social requiere, por fuerza, la
existencia de un potente estado burocrático. El proyecto neoliberal aspira a la
sustitución de la burocracia del estado por una burocracia que asegure
únicamente el derecho “natural” supremo de la propiedad. Bobbio lo define como
el “estado carabinero”, un estado policía cuya función es evitar el robo.
Al hablar de la poca eficiencia de
la democracia, Bobbio habla en términos de información: “sintéticamente, la
democracia tiene la pregunta fácil y la respuesta difícil; por el contrario la
autocracia está en condiciones de hacer la pregunta más difícil y dispone de
una mayor facilidad para dar la respuesta”. Esta es una idea siniestra que ha
desembocado en la actual revolución conservadora cumplida: la democracia no
puede funcionar, y hay que mutilarla en todos sus aspectos no productivos, y lo
que quede, “eso”, es la verdadera democracia. Y en ese futuro, podemos
descargar proyecciones, fantasías y pesadillas, pero lo que es seguro es que
será más desigual, más injusto, y más cruel con los perdedores, cuya
proporción, por cierto, no parece que vaya a ser muy baja. Bobbio establece una
antítesis entre democracia y autocracia, como una dualidad a ser superada. Y la
respuesta evidente a esa supuesta dualidad ha de ser, inevitablemente, nuestra
amiga la síntesis. Superamos la democracia inviable, ineficiente, lenta,
costosa, mediante su síntesis con la autocracia. Y el resultado será el
advenimiento de la “idea” al mundo. El mesianismo elusivo del capitalismo
termina en un vórtice de sentido muy particular, en un universo con leyes
paradójicas. El paraíso comunista es un lugar dinámico, pero congruente en sus
leyes místicas. El paraíso capitalista es mucho más extraño, mucho más
desconcertante, con una teología zen, con una contradicción expansiva en su
mismo centro. Y eso, como proyecto, tiene una capacidad de seducción mucho
mayor que el mismo concepto de justicia social e igualdad en libertad, que
exige, con seguridad, acciones futuras y restricciones de la voluntad. Toda
esta construcción se viene abajo una y otra vez cada vez que la falacia liberal
se acerca efectivamente a su cumplimiento, y muestra su brutal rostro, tan
conocido por todos, por otra parte. El hambre está a la vuelta de la esquina en
cualquier familia europea. El recuerdo está rondando, aunque nunca se haya
cerrado el círculo entre esa especie de cuento de hadas y el jodido presente. Y
mucha amnesia parece ya esto.
Su hipótesis virtuosa: la democracia
integral. Mezcla compleja y simultánea de diferentes grados de equilibrio entre
democracia representativa y democracia directa, entre el depositario absoluto
de un mandato no imperativo –el presidencialismo absoluto-, y la asamblea de
ciudadanos deliberantes y referéndum habitual. Suena a democracia 2.0. Pero es
la idea que le viene a la mente a los chicos buenos, la próxima mierda a
comprar. Se trataría de una democracia como la que hay, pero con mucha asamblea
y mucho interné. O sea, lo que hay, porque toda su teoría elimina oportunamente
las viles cuestiones materiales, como la desigualdad y la pobreza, o sea, la
desarticulación del jugador más numeroso, para centrarse en las cuestiones
superiores de la forma de gobierno. Nada de esto tiene sentido. Leer a Bobbio
es como atravesar con Indiana los últimos diez minutos de decorados
derruyéndose. Me siento como un turista necrófilo entre momias palermitanas.
Un elemento que Bobbio cree que es
fundamental para asegurar el carácter democrático de un régimen es la
existencia y posibilidades reales de extender su influencia de los disidentes
al gobierno. La clave son los límites del disenso, según Bobbio. Toda
democracia tiene límites al disenso. ¿Cuáles? ¿Por qué? ¿Cuáles son los límites
del disenso en esta sociedad? La represión sobre los movimientos que ponen en
tela de juicio la correlación de fuerzas existente es de sobra significativa.
Afirma el autor que el primer límite es la ley de las mayorías como creadora de
consensos. Otro límite es la participación política a través de partidos
políticos. Cualquier alternativa deja de ser democrática.
Bobbio es muy crítico con el 68.
Considera que fue una revolución de juguete, inútil y superficial. Los
problemas que subyacían al proceso democrático continuaron estando allí, y
tomar fábricas o facultades no terminó con ellos. Es más, la resaca consumista
del 68 agravó las carencias de las democracias occidentales, no las suavizó. En
cierto modo, la generación que en el año 1990 proclamó la gran involución
capitalista inició su carrera política y vital en el 68. La izquierda traidora
bebe del 68, y reivindica el 68 como su punto de partida. De modo que el 68 es
una gran farsa inaugural.
La politización total, la
movilización total del ciudadano como participante político prefigura el
totalitarismo, según Bobbio, excepto cuando esa movilización total se produce
en momentos de transformaciones radicales. En ese sentido llega a afirmar que
el revolucionario es el único ciudadano total. Durante el resto del tiempo,
considera, al menos, dos esferas de autonomía: la contemplación y la economía
privada, familiar.
Menciona dos teorías contrapuestas
en cuanto a la no-participación política: la teoría burguesa de las élites y la
teoría revolucionaria de la vanguardia revolucionaria. La ventaja de la primera
sobre la segunda es que no exige del ciudadano participación alguna, mientras
que la segunda lo reclama como fuerza de apoyo. Es decir, además de no decidir
realmente nada, se le exige poner el cuerpo. El capitalismo va a intentar
siempre radicalizar esa oposición, porque en ella el miedo y el cansancio
juegan a su favor. La politización total de la vida es molesta, y limita
enormemente el desarrollo personal de los individuos. Es decir, agota. La
militancia cansa. De hecho, el gran movimiento de militancia que fue 1968
derivó en un largo “reflujo” de desapego, de externalización, de elitismo
político, que ha llevado a la absoluta ausencia de fiscalización del
representante por parte del delegatario. Son casi tensiones de materiales: si a
la sociedad se le exigen esfuerzos excesivos va a existir una reacción en
sentido contrario tarde o temprano. Sospecho que el 15M provocará esto igualmente.
Por otra parte, la teoría de las élites ha desembocado en una teoría
tecnocrática, en torno a la competencia. En realidad es la misma teoría,
evolucionada. La tecnocracia amplía el prurito de pertenencia a muchos más
ciudadanos, que tienen la ilusión de controlar partes del sistema por encima de
otros. La tecnocracia es una teoría de las élites extendida, fractalizada en
cada segmento de la vida social. La energía subyacente es la misma, la del
menestralismo, la del esclavo agradecido. En cualquier caso, el deslizamiento entre
secreto de estado y secreto tecnocrático es claro. Hoy estamos sometidos
constantemente al secreto tecnocrático.
En cuanto a las nuevas formas de
hacer política, Bobbio destaca la desobediencia civil, que define como una
negativa a acatar una ley o regulación llevada a cabo por un número tal de
personas que hace imposible el ejercicio de la represión sobre ellos. Me parece
una definición pobre, intencionadamente desactivadora.
Democracia formal. Democracia
sustancial. Ingobernabilidad. Bobbio menciona en abstracto la existencia de
relaciones asimétricas en el seno de la democracia. La asimetría de las
relaciones de poder es predemocrática, y ningún sistema las ha atajado, si bien
algunos momentos han servido para hacerlas patentes y legislar en consecuencia.
La asimetría de las relaciones se
manifiesta en el desigual acceso y
manejo de la información. Toda maniobra de desocultación redunda en beneficios
democráticos. Lo gracioso es cuando esa maniobra de desocultación es utilizada
en sentido inverso por el legitimador, que ve en ella una prueba fehaciente de
la libertad real ejercida. Es decir, la desocultación se termina convirtiendo
en prueba de la virtud del ocultador.
El neoliberalismo fundó su primer
prestigio en la poliarquía que Bobbio menciona. Decían que un sistema de poder
centralizado no podía entender la “pluralidad” de la sociedad, de sus actores
activos. El mensaje iba dirigido a la izquierda y al modelo socialista y aún
cualquier social democracia. Treinta años después se puede apreciar que no
estaban en contra de un poder centralizado, autárquico, sino que lo que querían
era conquistarlo, y mandar a los viejos socialistas, demócrata cristianos y
keynesianos de todo pelaje a su casa. Treinta años después de tanto
liberalismo, de tanta poliarquía, de tantos actores activos, tenemos a la
troika, que son tres tíos enviados por tres bancos para cobrar la pasta. Y se
acabó la poliarquía.
Comentarios
Publicar un comentario